martes, 10 de noviembre de 2020
Cuentos ganadores 8° Concurso de Cuento Corto U.N. en la Web - Voces UNAL
lunes, 5 de octubre de 2020
Listado de los cuentos
Magically de Luis David Libreros Ponce
UN OVNI de Andrés Otaya Burbano
Receta para gusanos en el estómago de Valentín Marín Jaramillo
Eterna divagación de Sara Sofía Reyes Villamil
Matarifle de Elkin Dario Quintero Morales
El cruento Adiós de Carlos Daniel Corredor Salcedo
Proyecto Cenotafio de Simón Tirado Posada
Mi Primera Vez de Ricardo Ramírez Naranjo
Campo tenue de Catalina Carrillo Guzman
Visiones en el prado de Johanan Ramos Loaiza
Velada en la biblioteca de Daniel Felipe Martinez
Sombra perpetua de Alejandra Zapata Tamayo
Naranja de Laura Gaviria Vargas
Decanatura del lavado UN de Juan David Suaza Vasco
Perspectivas traspuestas de Santiago García Rendón
¿Y por qué quieres ser Científica? de Paula Andrea Ruiz
Maria Antonia de Cristian Camilo Hidalgo García
De noche todos los gatos son pardos de Oscar David Rojas
Eternidad de Pedro Luis Berrio Ramírez
Las alas transparentes del ayer de Luz María Arrieta
Cita en el parque de Eduardo Yáñez Canal
El sentido de lo común de Jhon Alexander Ríos García
Pañuelos para llorar después de bordar de Carlos Andrés Cardona
Pequeño dictador de Juan David Martinez Jaramillo
A mi altura de Jhoana Ronceria Alba
Incertidumbre de todos los días de Lorena Padilla
La Escuelita de Natalia Restrepo Restrepo
De lo evidente y otras conexiones inexplicables de María Fernanda Cardona
Método de Andrés Silva Duque
Preludio de Juan David Rosas Cabrera
Resiliente de Laura Alejandra Flórez Gómez
El otro campus de Mauricio Ardila Londoño
Falta erotismo para ser un cuento ganador de Edwin Gabriel Avella
Alteración previa de Mariana Arango Preciado
Un día inconcluso de Fabián Castrillon Rivera
Labyrinth de María Camila Badillo Montoya
Un día ordinariamente absurdo de Santiago Arias
Liberación de Daniel Alexis Zambrano Castro
El umbral de Carlos Andrés Valencia Peláez
Se busca de Juan Manuel Zapata Uribe
Recuerdos de agronomía de Manuela Valencia Gil
¡Oh, Toño! de Jenny Alejandra Upegui Pajarito
El arcoíris del bloque 21 de Daniela Rico Gutiérrez
Metros de altura de José David Padilla Carvajal
Viaje peregrino hacia el reino divino de Kevin Santiago Jiménez
Al encuentro de los mitos de la selva de Paula Janeth Barrientos
Preexistencia de Luz Dinora Vera
Animalidad de Edison David Ramírez Serna
Sobre las hojas tendido de Joan Botero Lenis
Estancias y encuentros de Luis Janier Molina Ramírez
Ansiedades de martes de Mateo Salazar Hoyos
El principio y el fin de Valentina Sánchez Cañas
El momento de parar de Manolo Ramirez Ramirez
lunes, 28 de septiembre de 2020
El momento de parar de Manolo Ramirez Ramirez
Mi cavilación se perdió al ser tocado mi hombro, rompiendo mi estado de concentración. El Chapo, con sus pintas civiles. Un blue jean fibroso, una camiseta de letras rugosas y tonalidad clara, los cuales no tenían conexión con sus tenis siendo prietos y de líneas carmín. ¡Y ni hablar de los cercos, flacidez y tono
champán de su piel! Gracias al consumo de sustancias psicoactivas, junto a su renuencia a dejarlas.
Lo saludé y procedió a tomarme de la muñeca para llevarme hasta debajo del puente. Allí pude ver la cantidad colosal de rostros encapotados. Algunos valientes se mostraban con verdad, unos solo sabían gritar, mientras que se dejaban llevar por saltos, pidiendo la aprobación prescindible de autos estancados por aquel plantón post meridiem de algún jueves.
Aún recuerdo aquel presagio que sería cubierto por la personificación de Helios que deseaba marcar en mi piel su temperamento.
La multitud era increíble. Sentía como las arengas académicas conseguían liberar parte de lo que el régimen tenía subyugado en mí. Estábamos ocupando los dos carriles de la Autopista, que debería ser un cementerio debido a todos los accidentes en 2019. Estábamos los vivos y los muertos en aquella manifestación. Todo seguía su nivel de perfección, puesto que los vientos llevaban mi voz, y la de todo aquel presente, desde el norte hasta el sur.
El chapo sacó de su bolso dos pañuelos para lo que yo pensaba como un modo de reducir, el temblor de mis dedos. La rugosidad del paño hizo posible atármelo fácilmente, olvidándome de su tonalidad oscura, sumado al arte mandálico, mal pago. Lo importante era que estábamos ahí, mostrando que sí se puede salir en paz y que sí se le puede informar al pueblo la inconformidad.
Salimos unas ocho personas a la Primera Línea. Mis ojos vislumbraban cómo los árboles y el pasto se movían por el viento, que soplaba a nuestro favor. Adicionalmente, unos hombres con un atuendo que solo la Parca misma podría propiciar, asesinos de 34 civiles para finales de 2019…
Se mueven lento por el peso de la sangre…
Solo saben escuchar órdenes, más no pensar.
Tratan de aplacar al pueblo que deben cuidar.
La ineptitud actual se llama ESMAD.
La paz se vio turbada por una tanqueta, que se menosprecia en fotos y quieta; sin embargo, verla venir hacia mí fue la situación más fuerte que ha estremecido mi vida. El acto se vio adicionado por el humo que solo puede tapar a un criminal. Traté de retroceder, pero el chapo me detuvo y dijo: —de aquí nadie se va, es el único modo de cambiar la mierda de realidad—.
Por un momento detuve mi razonar y noté que no me podía importar la forma de opresión estatal, pues yo y los que estaban allí estábamos preparados para luchar.
El principio y el fin de Valentina Sánchez Cañas
Presentamos el examen el 16 de septiembre de 2018 lastimosamente mi amiga no paso pero yo si lo hice, al ver lo mal que se sintió decidí no tomar el cupo; decidimos comenzar a estudiar inglés y nos presentaríamos de nuevo a la universidad esta vez ella paso y yo no, me sentí muy triste pero me alegre por ella. Mientras ella hacia todo lo de los papeles para mi suerte me llego un correo de la universidad donde me decían que estaba habilitada para escoger un programa curricular, aquel fue uno de los momentos más felices de mi vida.
Mi amiga me ayudo con todo pero ella no se emocionó mucho por ello, el 16 de septiembre de 2019 entramos a la universidad ella a ingeniería de control y yo a ingeniería agrícola, las dos conocimos muchas personas pero ella en específico conoció a un muchacho y me lo presento, no era un hombre muy bonito pero era un ser humano muy interesante tenía una belleza poco convencional para desgracia o fortuna las dos terminamos enamoradas del mismo hombre, era inevitable sentir los celos de la una cuando él hablaba con la otra ello fue un completo desastre nadie me había cautivado de tal manera, por mi parte decidí arriesgarme porque ella tenía un romance secreto con un hombre que le doblaba la edad aunque lo hablamos nuestra amistad se fracturó; luego de unos días su romance sintió celos de mí y le
dio a escoger entre él y yo, yo decidí alejarme porque yo siempre trate de darle lo mejor de mí y yo no soy una opción, ella por su parte nunca me busco al poco tiempo encontré a mi amor besándose con otra chica y allí termino todo, luego me entere que mi amiga decidió dejar la ingeniería por la psicología.
Aunque paso todo eso fue un gran primer semestre, conocí muchas personas, crecí en varios sentidos, aprendí muchas cosas y aunque algo de mí se fue, empezó un momento grandioso aquel donde comencé a construir mis sueños y ello es muy valioso, aprendí que cuando uno deja ir algo siempre le llegan mejores cosas, además nunca imagine estar donde estoy hoy, la universidad sin duda alguna me ha convertido en una mejor persona por eso es el principio del fin.
Ansiedades de martes de Mateo Salazar Hoyos
A su alrededor los impetuosos estantes y las mesas atestadas de estudiantes buscando aprobar el próximo parcial. Sus amigos le hablaban, él sonreía, y con su mirada atendía a cada uno de ellos, con una ternura que solo en sus ojos había logrado ver. Suspiré. ¿Era esto el “enamoramiento” del que comentan o solo una interpretación vaga de mi parte?
Era ya una costumbre, suya y mía, aunque más mía que suya, encontrarnos producto de la “casualidad” todos los martes a eso de las 4:00 en la Efe. Habíase convertido en un hábito el pasar mis tardes entre pasillos de hojas y esencias de tintas, ojeando la imponente cúpula en el techo desde mi pequeña silla marrón, preguntándome si sería el momento adecuado para platicarle. ¿Me odiaría si supiese que solo voy a la Efe para verle? No me alcanzarían los dedos para contar las veces que hesité en acércame y presentarme, posponiendo el inevitable encuentro que tarde o temprano yo suscitaría.
Pero tal vez hoy sí. Tal vez hoy sería el día en que me tragaría esta vergüenza, áspera e incómoda, y buscaría fuerzas suficientes para levantarme de mi silla y dirigirme hacia la suya, saludarle con un gesto y pronunciar mi nombre. O tal vez no. Tal vez el próximo martes sea más prudente, al fin y al cabo hoy se le ve ocupado. Sí, muy ocupado. Ocupado del tipo: “si me hablas perderé mi concentración y me molestaré eternamente con vos”. Definitivamente el próximo martes. Suspiré derrotado.
6:40p.m. Mi oportunidad se había ido con el sol. Una tarde más de martes nadando entre anhelos fugaces y pensamientos divagantes. Mi taller vacío, de nuevo. Esquivé con desgana pero con talento el laberinto de mesas en el que estaba inmerso. Bajando los escalones con un desdén impasible devolví la mirada, y sin advertirlo le vi, dirigiéndose con prisa… ¿hacía mí? Pánico. ¿Qué había ocurrido? ¿Me habría descubierto observándole? Comprobé, escrutando mis alrededores, que no se tratara de algún delirio de importancia al cual me habría adjudicado título. —¡Mateo! —Pronunció mi nombre su voz—. Indudablemente era yo. Mil dudas se plantaban y comenzaban a deslizarse por las mangas de mi camisa a manera de escalofríos.
Todo se detuvo.
Se posó enfrente de mí con su sonrisa cordial y su actitud de empatía imbatible, tan propias de él y tan ya conocidas por mí. Soltó una pequeña risa silenciosa que en
cualquier otro contexto habría pasado inadvertida, y con una leve expresión de vergüenza disimulada me extendió su mano: “dejaste tu carnet en la mesa”.
Estancias y encuentros de Luis Janier Molina Ramírez
Pienso que no hay amor a primera vista, creo que es más factible pensar que existe un impacto a primera vista, alimentado en la conversación. Pese a pensar así, me fijé en ella sin haber cruzado palabras, y la observé con curiosidad. Se llevó mi atención en el Coliseo Polideportivo durante la inducción, era linda, pero la situación chocaba con mis votos de monje-estudiante.
Como pude comprobar con el paso de los meses, en nuestro Taller del bloque 24, Anairam era una buena chica, buena estudiante y con una sonrisa radiante, la veía con sus amigos en las escaleras exteriores de la facultad, me divertían sus expresiones y su figura rolliza era un sano deleite para mis ojos, cada vez me gustaba más, y lo más importante, la admiraba, vi en ella aspectos que quería esculpir en mí, era disciplinada, extrovertida, transparente y parecía segura de sí misma. Me enamoré de ella.
Ese semestre y el siguiente busqué las excusas que pude para hablarle, pero mi lengua ágil para los malos chistes no lograba ni eso en su presencia. Le pedí prestada su bitácora aunque no la necesitaba, y se la devolví con una chocolatina como agradecimiento en El Ágora. También dejé que notara que la miraba con frecuencia (en realidad era muy evidente). En una ocasión cual caballero al rescate, victorioso defendí sus argumentos proyectuales ante la negativa del profe, aunque luego descubriría al dragón de su novio.
Hallé a mi acosador interior y presté atención a sus horarios, la vi varias veces llegar desde la portería de Coca-Cola y dirigirse bajo los árboles al bloque de Ciencias Humanas, decidí que era el lugar indicado. Vacilé por semanas, pero finalmente la embosqué una mañana antes de su clase de inglés. Me acerqué a su mesa en el pasillo del segundo piso, hablamos trivialidades y al despedirse, la retuve: “Tengo algo para ti”, le dije. Aún vacilante, saqué de mi morral una carta escrita a mano en un sobre rojo que hice con materiales de una maqueta. “¿Te gusta leer no es así?”, comenté, al tiempo que la ponía en sus manos. Le escribí sobre mí, mis experiencias y mis gustos, como pienso, y como siento, como me siento por ella. Le expresé en varias páginas mi admiración, mi difícil pero decidido respeto a su relación, y Táctica y estrategia de Mario Benedetti. Ante su expresión desconcertada me alejé con una sonrisa tan triunfal como nerviosa. ¿Y qué crees? Lo que sigue es otro cuento.
Sobre las hojas tendido de Joan Botero Lenis
Hoy tampoco sé si será en vano, sólo sigo recorriendo ese camino que es testigo de mis búsquedas infructuosas, ese que me ha atrapado entre arbustos buscando las risas a las 5:40 cuando todavía hay tiempo; el mismo que ha visto a la mirada escabullirse de mis ojos para posarse en cada rama, en cada hoja que va y viene; algunas se han caído y paso sobre ellas como ojos sobre libros. Creo que es su sonido al viento lo que me los recuerda. Recuerdos, parecieran serlo, pero no lo he vivido.
Trato de concentrarme en mi camino. “Hay acera, sendero y pavimento y pasos de niños que vibran en el suelo”. Me parece inútil que traten de negarlo. Y aunque acepten que en verdad ha ocurrido, yo les sostengo que ahora mismo está ocurriendo. Y si a media travesía sólo huele a parva, para mí hay ecos de café. Cómo explicarles que ando creyendo ver abrazos, vislumbrando bajo faroles lo que sólo danza en mi cabeza, pues dicen que eso no pasa cuando hay clase de seis. Pero sí danzan, cantan y recitan: reverbera aún el guión tras el telón caído. Parece que el pasado juega a ser el presente en un escenario oculto. Tantas respuestas encontradas que se han ahogado las preguntas. Sueños alcanzados, melodías entonadas, saludos y hasta luegos, trasnochadas que aprendieron a dormirse, llanto que rio al medio día y alegría que sollozó al caer la tarde; para miedos y preocupaciones árboles que saben brindar paz. De tantas páginas abiertas, todas se han ido con el viento. Y sin embargo todavía están aquí, victoriosas porque aún no las encuentro. Más ya todo ha sido visto, cada rincón observado.
Ahora el suelo es blando y con cada paso mío crujen sus hojas secas. Más fuerte, cada vez más fuerte, como diciéndome que no esculque más las guaduas, porque tampoco están ahí. Pero no les creo nada. Sigo buscando, entre cada guadua. Las fuerzo, las someto. Las del frente, las de atrás. Por dentro, por fuera. Una vez y otra por si acaso. Nada. Otra vez nada. Y el amanecer que llovizna sobre mi cara parece corroborarlo.
No las veo pero sé que están ahí, ya no susurran pero las puedo oír. Me rindo, como una nube que se rinde en lluvia y cae sobre las hojas. Cierro los ojos y sonrío suavemente. Al fin y al cabo siempre fueron más veloces… Sí, creo que son ellas. La Universidad y sus voces.
Animalidad de Edison David Ramírez Serna
En los meses de octubre y noviembre cuando la lluvia caía desbordada, Jairo abandonaba de cuando en cuando su curso de Historia de las borracheras y se iba sigilosamente a sentarse en la parte posterior del bloque 43. Allí, con sus tangos de Gardel: hablaba con las cabras de la inutilidad de la existencia, de la primera boca que buscaba en otras bocas, del octavo día en que Dios creó las lágrimas para que nunca dejáramos de llorar.
Generalmente era en el Ágora, en las horas de almuerzo, cuando mi profesor de Historia sacaba a relucir toda su animalidad. Cuando ya no quedaban restos de sopa en su plato, simplemente se subía en la meza, y en cuclillas, repetía la frase típica y cincelada de todos los días, sin claro, eso sí, evitar ladrar un poco para que todos supieran que él era un perro filósofo: « ¡Guau! Hhhj ¡Guau! Estamos en Atenas, señoras y señores. Soy un perro griego: un canchoso que pide migajas de dicha entre las perreras de la vida».
Un día el ESMAD recibió la orden de entrar a la universidad para dispersar una manifestación: bolillazos aquí, bolillazos allá, huesos rotos en Artes, costillas fracturadas en Arquitectura y gases en la biblioteca fueron parte del paisaje en aquellas horas de reyerta. Jairo, que dictaba su curso de Historia Antigua subido en un pupitre, adaptando festivamente al buen Incitatus (el célebre cónsul del emperador Calígula); se inclinó al estilo de un buen mamífero, y gateando de un lado a otro, de extremo a extremo del núcleo El Volador, atropelló con su cuerpo de elefante a todos los miembros de la policía.
Cómo era de esperarse, Jairo Macías terminó dramatizando a un pequeño hámster en un calabozo de Bella Vista. Los guardianes del IMPEC cuentan que en las noches de luna llena, el profe, con la manía de un lobo siberiano, solía recitar poemas de Lautréamont mientras aullaba entre líneas.
En una navidad negra hubo un motín en el patio quinto de la cárcel. Después de la revuelta, los noticieros contabilizaron miles y miles de reclusos asesinados. Sin embargo, de nuestro profesor de Historia, de nuestro hombre zoológico, nunca se volvió a saber nada.
Hoy, después de veintisiete años de aquellos sucesos, las malas lenguas dicen en los corredores de la Facultad de Ciencias Humanas que Jairo Macías se convirtió en un gran Cóndor; que ahora, más feliz que de costumbre, le cuenta a las montañas de los Andes la historia de sus piedras, aguas y paisajes milenarios.
jueves, 24 de septiembre de 2020
Preexistencia de Luz Dinora Vera
Bajo los guaduales transcurrieron momentos de ilusiones y sueños creados desde el fondo de una sonrisa silenciosa. Tuvo también una que otra pesadilla cuyo alcance y transcenden-cia jamás podrías imaginar. Seis años acontecieron y como una niña trémula de frio, supo extraviados el afecto, la risa y la ternura. Al pasar por los caminos de la sutil nostalgia de lo que no pude ser, las miradas invadieron ese lugar secreto donde naufragan algunos vacíos del alma y emociones fragmentadas. El azar de la vida transmutó su destino con una pizca de viento soplado de canciones tarareadas y con el misterio de múltiples porqués, diluidos en los impávidos besos que sosegaron la sublime soledad. Con los años, una pregunta sin respuesta crece como el guayacán donde yacen las historias del pasado cercado, que luego narraría desde la distancia. En el Volador, durante doce semanas en medio de alegría y lá-grimas, estuvo anclada en sus entrañas, pero un día de agosto, el sino arrancó las esperan-zas y las puso en caminos solitarios, aunque los amados recuerdos de su efímera preexis-tencia siguen aferrados en un rincón de su memoria.
Al encuentro de los mitos de la selva de Paula Janeth Barrientos Gil
Tratando de darle alcance y con la suerte de quien no presta atención, cruzó la puerta custodiada de la universidad sin ser interrogado, percatándose de que no había estado allí antes. Siempre había visto una malla alrededor de la cual se detenía la ciudad para bordearla, y le daba la impresión de que custodiaba algún secreto importante.
La universidad se extendía a orillas del río, en la conjunción con la quebrada que bajaba con barrios a cuestas en su orilla. Allí en el pie de monte, donde la geografía reposaba entre el cerro y la hondonada del río, como un electrocardiograma que asciende y desciende dando aviso de que aún había vida natural en la urbanizada ciudad.
Recuperando la vista del ave, percibió cómo se transformaba el ambiente a su alrededor; del vertiginoso tráfico y el calor acentuado del final de la tarde, de repente pudo escuchar el sonido de sus pasos sobre el andén y no vio más su sombra que se perdía en el abrazo refrescante de los árboles. Giró sobre sus pies y vio edificios aparecer entre la masa verde, y grupos de personas que caminaban hacia sus puertas como fieles acudiendo a la homilía. Entre las cabezas de los estudiantes vio al ave posarse en uno de los árboles, dejándose admirar unos instantes.
Al acercarse voló lejos, y se vio a sí mismo recorriendo edificios enumerados tan distintos y entre aulas y pasillos, entendió que un tipo de conocimiento mítico y poderoso se impartía en esa escuela. Hablaban de aves y de sus rutas de vuelo, de casas en árboles, del control de las aguas del río, de historias de héroes y antiguos pueblos, de arte, de la domesticación y hasta de la dirección del viento que bajaba del cerro.
Incrédulo y apresurado por el sol que se escondía, salió a la arboleda y finalmente vio al ave junto a una familia de bambúes. Distraído en la penumbra vegetal levantó sus ojos y se halló
en la presencia de gigantes de piedra; hombres y mujeres desnudos que junto a animales gesticulaban petrificados. En presencia de estos guardianes, leyó en voz alta “Guardiana de la vorágine y la selva, el grito de vientos y tempestades, la furia del trópico y el retorno solemne del hombre y la mujer”
En esa pequeña selva aparecían esos fantasmas olvidados que debían habitar estas tierras hace siglos. Sintió emerger de las raíces de la tierra los mitos abandonados por una ciudad que apagaba los gritos de la selva, el cerro y el viento y conmocionado echó a correr buscando la salida. Al cruzar los muros que debían traerlo a salvo a la ciudad, supo que debía regresar a la universidad.
Viaje peregrino hacia el reino divino de Kevin Santiago Jiménez Luna
Metros de altura de José David Padilla Carvajal
Atravesando la portería de la 65 de la universidad recibí un mensaje de quien por aquel entonces era mi pareja diciéndome que mejor “dejáramos así lo nuestro”. ¿Qué diferencia había ahora entre la mujer del metro y yo? Ninguna. Entendí entonces su mudez. No se tienen palabras para lo que no puede ser dicho. Pero más allá de eso, ¿por qué no podría ser yo en realidad el hombre dentro del vagón, el alpinista envalentonado? En ese momento me sentí como ambos. Terminé faltando a clases y emprendí una caminata por la universidad que concluiría llevándome a la montañita cerca a las piscinas y el gimnasio al aire libre. Se pregunta uno en esos momentos de la vida qué será el después, ignorando ciertamente que nunca se deja de vivir el ahora. Estando ahí parado, viendo la universidad en corta panorámica, me sentí en mi Tíbet. Años después, en ese mismo pedacito de tierra elevado, conocería a la mujer con la que me casaría.
El arcoíris del bloque 21 de Daniela Rico Gutiérrez
Zaris aún no había tenido contacto con los humanos ya que todos se encontraban en vacaciones. Ella aun no lo sabía, no sabía que su hogar era un lugar habitado por seres humanos, su madre aún no se lo había dicho, no sabía cómo hacerlo sin asustarla.
La curiosidad de Zaris por la física era imparable y cada vez quería saber más y más. Y fue un día después de una charla con Rufo, el animal más anciano y sabio de la Universidad que descubrió que en el bloque 21 podía ver los colores del arcoíris. Después de buscar por un rato en el campus, vio arriba de una medialuna el número 21. La emoción no la dejaba respirar con serenidad, pero decidió volver a su madriguera porque ya era tarde, la aventura quedaba para el siguiente día. Lo que no sabía Zaris era que para este día volvían todos los estudiantes, profesores y trabajadores.
A la mañana siguiente, Zaris se disponía a salir y notó a su madre nerviosa, pero las únicas palabras que le dijo fueron: - Afuera hay unos seres que nunca has visto, ten cuidado y no te acerques mucho a ellos. Zaris salió de su madriguera y se dirigió al bloque 21, allí vio y escuchó cosas increíbles, pero fue en el laboratorio de física
de ondas donde vio los colores del arcoíris que tanto la habían cautivado. Olvidando las indicaciones de su madre, se adentró en el laboratorio para ver más de cerca, pero aquellos seres se percataron de su presencia y comenzaron a gritar, saltar y uno de ellos intentó golpear a Zaris con una escoba. Zaris aterrorizada corrió como nunca había corrido en búsqueda de su madre. Cuando ya iba llegando al bloque 11 se topó con un cartel que tenía una foto de una zarigüeya parecida a ella, con el nombre zarigüeya común escrito en el. Zaris comenzó a llorar. Su madre que llevaba un rato buscándola, la vio y se acercó a ella. Zaris la miró y le preguntó: ¿Si somos tan comunes por qué nos tratan así?
¡Oh, Toño! de Jenny Alejandra Upegui Pajarito
¡Ahí está! Justo en el baño andaba ese amable sujeto que tanto plazo le dio. Toño sintió el resplandor de la victoria, esos desvelos reflejados en casi 150 páginas estaban cobrando valor, ya ese título se acercaba y su sonrisa no tenía comparación. Muy orgulloso y con lágrimas en los ojos, depositó en las manos de aquel hombre, su más grande esfuerzo en todos esos años, nunca nada lo había hecho tan feliz. Así, se desplazó por el sendero rumbo a la portería de Coca – Cola, el petricor del campus inundaba sus pulmones, la noche de la ciudad de la eterna primavera le cobijaba su gran emoción, el hálito acompañaba tan lindo instante, y el joven muchacho, salía con su frente en alto.
Al día siguiente, decidido a acompañar a Camilo, su mejor amigo, se levantó de la cama, se organizó, tomó la bandera tricolor, llegó a la concurrida marcha, y aún con la alegría intacta, entonó mil cantos con la multitud. Sin embargo, de repente, sintió un golpe en su costado derecho y dos en la cabeza, cayó al suelo muy confundido, y sin imaginarlo, a los 5 minutos, ya tenía varios dientes afuera. Entrecerrando los ojos, identificaba un oscuro uniforme, una mirada pesada y una risa bastante extraña. En ese punto, el mundo se detuvo y todos salieron corriendo en medio de algarabías.
Querido Toño, el profesor te está buscando porque quiere publicar tu trabajo final en los medios de la universidad; Toño, el almuerzo que tu madre preparó ya se está enfriando sobre la mesa; Toño, Camilo se topa con muchos rostros en medio de tanta gente, pero ninguno es el tuyo; Toño, tu diploma ya está impreso y espera por tí; ¡Toño, Toñito! ¿Vos dónde estás?
Recuerdos de agronomía de Manuela Valencia Gil
El bloque 21 estaba construido en ladrillos grises, caminó por el primer piso, donde funcionaba el gran computador IBM, una buena adquisición para la universidad y motivo de gracia por su tamaño, ya que jocosamente entre estudiantes se decía que cuando se prendía, se iba la luz en todo Medellín.
La cafetería central era de sólo un nivel. El tinto, luego de clase de 6 am, era una de las cosas que más esperaba en las mañanas y tanto disfrutaba en esta cafetería, pero verla de nuevo le trajo el recuerdo del guanabacol, el único
vendedor que le permitían entrar y vender su juego de guanaba, bebida que siempre venia con la conversación de su propietario y sus historias del ejército.
Regresando de nuevo hacia el guayaquil disfrutó una vez más del paisaje, pensando que todos sus recuerdos y los de muchos otros eran las voces impresas en sus bloques, caminos e incluso en el rosa guayaquil que les seguirían diciendo que esta sería siempre su alma mater.
Se busca de Juan Manuel Zapata Uribe
El destino habría de reencontrarnos. Cuando en la tarde volví al 24 para una clase, tras subir las escalinatas, mientras yo entraba por las puertas vidrieras él salía. A través del cristal nuestras miradas se cruzaron un instante, que por ser fugaz no dejó de ser suficiente para que yo pudiera, sin jamás haberlos visto, reconocer sus ojos, acompañados por el bello perfil de su rostro y unos labios que sonreían. Sonreí yo también, quizá sorprendido por las locuras de la vida. Bajó las escalinatas, caminó por el sendero que lleva al 46 y se perdió para siempre. Yo, con el corazón aún atento, guardé por un momento la esperanza; me decía: quizá lo encuentres de nuevo algún día, cuando por azar o destino regrese a este edificio. Y me resigné a esperarlo, y a perderlo.
Nunca supe si era para mí su sonrisa. Sólo espero que lea este cuento, me reconozca y me lo diga.
El umbral de Carlos Andrés Valencia Peláez
Al principio, le sobrevino una sensación de alegría por apartarse de la rutina, de la obligación de repetir saludos, muchos de los cuales perdían su significado. También le satisfacía la posibilidad de explorar otros lugares, de tomar distancia con respecto a este espacio físico que ya no le resultaba tan interesante. Asociaba este sentimiento con el que aparece cuando mengua el deseo en una relación amorosa y se cree que la llama sólo avivará en otra parte.
Como es natural en la esencia humana, desde su nuevo destino en vez de disfrutar ese supuesto placer que neutraliza preocupaciones, se despertaron visiones. El juego de imágenes dispersas convergió en una sola.
En ella un lector apasionado, que tenía el gusto de avanzar varias páginas cada mañana, alzaba su mirada y advertía el antiguo lugar, pero con una novedad. Ahora se convertía en un escenario enigmático, virgen, prístino.
Los prados donde trinaban las aves migratorias y chillaba la ardilla residente ya no se tornaban en lugar de paso sino más bien en un maravilloso paraje de avistamiento. El juego de árboles se revelaba como un laberinto del cual no era conveniente salir.
Observó formas humanas. Algunos rostros le resultaron familiares pero en general le despertaron una inmensa curiosidad. Entonces un cuadro robó su atención. Una abuela con su nieta caminaban por su lado. De pronto la anciana se detiene y le pide a la pequeña que se tomen una selfie para demostrar que habían estado allí.
Sintió como un golpe en la cabeza este cuadro porque no era fruto de sus pensamientos, sino el vivo recuerdo de algo vivido años atrás.
Comprendió que cuando fuese posible el retorno, al ingresar al campus, no cruzaría una portería sino que haría tránsito liminal por un umbral.
Liberación de Daniel Alexis Zambrano Castro
El estudiante sabía que la volvería a ver entre los espacios en los que transcurre la cotidianidad de la vida académica, estaba feliz de verla. Y cómo no, si en medio de esa locura, la había convertido en su oasis. Y así, tan perfecta y mundana la miraba entre los espacios de la ciudadela, de la mano de sus libros y con aquel manto divino que ahora iluminaba la vida de otro personaje, con el cual ella había decido compartir su brevedad; esa efímera existencia, que en algún momento compartieron entre ellos.
Los ánimos de la inconformidad de los abusos cometidos por el gobierno durante el encierro no se hicieron esperar. Posterior a la apertura del Campus, se convocó una asamblea estudiantil, en la que se decidiría realizar una movilización haciendo un llamado a la rebeldía, en la que anidan las esperanzas de un nuevo orden, uno más justo y equitativo el cual sería sostenido firme en su derecho a protestar, manifestado en un llamado tropel en la portería de la 65.
Y así fue, la vitalidad y el vigor mostrada en aquella protesta por parte del púlpito que la revolución engendraba; en donde aquel estudiante deseoso de que en la guía de su pulsión de muerte pudiese salir victorioso, que de la destrucción de ese orden establecido se convirtiera en una reformación suya y de su amada; a la final ella representaba ese pueblo, ese que va en busca de su liberación, él besó muchas veces esa boca que junto a la suya gritaban rebeldía.
De momento, la línea policial se acercaba, el panorama campal se visualizaba, los latidos se aceleraban, por entre la cortina del día que desamparados los observaba como en aquel campo de batalla en el que las caderas de su idilio se aceleraban hacia él. El universitario como en aquel entonces, no se habría permitido que quedase espacio sin ser conquistado.
El cuerpo represivo del estado ha perdido su control, el policía ha desenfundado y la bala ha impactado su objetivo, la sangre del estudiante comienza a brotar a cántaros, inunda todas las esquinas, como aquel vino con el cual se embriagaron de pasión y deseo aquella noche que la conoció.
La liberación ha llegado, su espíritu es libre de inconformismos y resignaciones, su voz ha encontrado un grito definitivo que retumbar en la eternidad, el último palpito ha latido por un sentimiento puro como la existencia, ve de frente a la muerte, la besa con pasión su boca, tiene sabor a ella.
Un día ordinariamente absurdo de Santiago Arias Gallo
Después de almorzar me senté en una mesa a estudiar solo, una mujer se sentó en una mesa cercana a la mía, tenía una apariencia con la cual muchos hombres se sentirían nerviosos e intimidados, yo solo sabía que estaba frente a una mujer verdaderamente atractiva, me miraba con ciertos intervalos como para que no me diera cuenta que lo hacía, momentos después me pidió un cargador de celular aunque no pude ayudarla con eso, quizás solo busca una excusa para hablar conmigo porque seguía mirándome como si tuviera la intensión de hacerlo, no es raro que las personas tengan, sin ninguna razón, un sentimiento de familiaridad conmigo, sin embargo no es usual que yo lo tenga hacia ellas, pero aunque quisiera hablar, a la hora de hacerlo nunca logro pensar en un tema que pueda acercarnos, así que para evitar este dilema mejor sigo estudiando.
Al dirigirme a las puertas de la universidad me doy cuenta que fue un día como cualquier otro, no sucedió nada que me hiciera romper ese sentimiento de indiferencia que me separa tanto del mundo y las personas que me rodean, otro día que se archivará en la lista incontable de días en los que nunca vuelvo a pensar, seguramente mañana ya lo habré olvidado, así como aquella mujer también me habrá olvidado a mí.
Labyrinth de María Camila Badillo Montoya
Un día inconcluso de Fabián Castrillon Rivera
Efe pidió dos tintos en el lugar de siempre, uno para él y el otro también, pagó con billete de cinco y guardó el vuelto sin revisar; después se enterará si a la humanidad se le pueden confiar al menos unas cuantas monedas. Cuidándose de no hacer charcos equilibró ambas manos hasta el techo del Ágora, descargó ambos vasos, se sentó en el suelo y sacó su libreta negra. Alzó la mirada y pensó "esta ciudad es un hueco donde irónicamente los que viven más arriba son los que más están hundidos", dio un sorbo y escribió a modo de título "Enero" y prosiguió:
Hola, ¡Qué lindo es verte y tocar tu mano! Solía llamar quimera a la astucia de besarte sin estar, regaba yo con mi saliva esas flores que crecen en tu boca, era primavera, lo sé; lo sé porque anidaban mariposas en tu pelo, tenías el sol en la mirada y yo un ocaso en mis mejillas. Tú volabas en las alas de mi voz mientras en viento arpegiaba en tus pestañas, de cuando en cuando nos envolvía un sublime silencio, pero era paraje y no descenso.
Desde entonces han desfilado tristemente las corolas que inadvertidamente crecieron frente a mi ventana, dónde hoy la inconsolable lluvia humedece los troncos desnudos, deslizo el telón haciendo mutis. Yazco yerto sobre el tieso algodón:
Una aureola santificaba mi pecho
Floral alfombra muere dónde naces tú
Nívea intensa como nuestros cuerpos
Cegadora hacía esta bendita luz
Blanda carne moldeaban mis dedos
Suave como nube de este cielo azul
Cuál diosa te admiro y yo nazareno
Me muero de amor clavado en tu cruz.
Hizo un garabato que según él era su firma, dio otro sorbo y espiró como desechando una enorme carga, jamás pensó escribir todo esto de un solo tirón. "¡Vaya!, lo he escupido todo- dijo Efe para sí- ¿qué debo hacer ahora? ¿Fumar? ¿Fundirme en las estrepitosas risas de ingenieros?" Cerró los ojos para evitar todo tipo de ceguera queriendo encontrar un alma desesperada igual que la suya, pero solo encontró parciales, rentas sin pagar y unos cuantos estómagos vacíos; todos esos espasmos numéricos no tenían que ver ni de cerca con ese encontrar y volver a buscar propio de su hastío; dos tintos para uno es estar solo, no compartir dolor con nadie, es soledad. Un inmenso azul se tendía sobre él, profundo, profundo, "Oh- exclamó Efe- ¡cuán grandes son estos cercos que separan tu inmensidad de este limitado tedio!, quisiera mirar y mirar, pues hoy busco algún consuelo que en tus nubes no he de hallar”. Tras decir esto se embutió lo que quedaba.
Eran las seis menos cuarto, recorrió con su mente el camino desde el Ágora hasta el cuarenta y seis: mirada fija al final del pasillo, después de ir al baño lanzar furtivas miradas a la dueña de este escrito, subir escaleras y entrar a clase. Volviendo en sí guardó su libreta, hizo encajar el vaso lleno sobre el otro y se puso de pie; todavía quedaba un tinto, había un gran camino por delante.Alteración previa de Mariana Arango Preciado
Yo miraba fijamente la pantalla del computador tratando de terminar los cambios en el plano lo más rápido posible, mientras mi compañera cortaba cartón ágilmente, quedaban pocas horas para la entrega de taller. Desesperadas, sentíamos que no teníamos suficiente tiempo, un par de compañeros apagaron los computadores y empezaron a empacar. Mi compañera y yo, seguíamos intercalando la mirada entre la hora, el plano abierto en Autocad y la maqueta.
Cuando el reloj marcó las 9:30, nos miramos y acto seguido, ambas observamos la ventana que daba al pasillo. Aún nadie venía. Nos miramos nuevamente y asentimos a una pregunta que no fue necesario pronunciar, debíamos terminar.
No sé cuánto tiempo había pasado, cuando me di cuenta que no se escuchaba nada, la mayoría de los salones tenían las luces apagadas y el frío dentro del bloque era más fuerte, al observar desde mi asiento el bloque 25, me percaté de que poco a poco se desdibujaba en el paisaje.
Sintiéndome un poco desconcertada miré la hora de nuevo, el reloj no avanzaba. Me levanté de mi silla con gran velocidad, mi compañera me miró confundida e inmediatamente corrí hacia el pasillo del tercer piso y observé alrededor, para mi sorpresa, todo parecía estático; Las pocas personas, las luces, el aire. Era como si el tiempo se hubiera detenido.
Corrí de regreso hacia el salón y miré por la ventana, con horror me di cuenta que casi todo había desaparecido tras una densa niebla gris, al girarme, mi compañera ya no estaba, entré en pánico, al mirar la hora el reloj aún marcaba las 9:30 PM y no tenía señal.
Pensando en una posible acción coherente opte por ir a los demás talleres. Salí del salón con el celular en la mano y al intentar encender la luz del pasillo me di cuenta que no podía, encendí la linterna y caminé. Al observar cada salón desde las ventanas noté como ahora todo estaba vacío, trataba de respirar lo más profundo posible para no perder la cabeza pero mi corazón latía a toda velocidad.
Finalmente opte por bajar al segundo piso, quizás la puerta de la facultad estaría abierta y podría salir, cuando bajé el último peldaño escuché que alguien decía mi nombre, me llamaban cada vez más y más fuerte, la voz provenía del oscuro pasillo que daba a las salas de computadores, con la linterna del celular me empecé a acercar lentamente, estaba aterrada.
Al llegar al vidrio me detuve, vi una pequeña luz al otro lado y sentí como una mano se posaba sobre mi hombro, la voz seguía llamándome, yo cerré los ojos presa del pánico.
Cuando los volví a abrir, la clase había terminado, mi compañera repetía mi nombre y me sacudía, tal parece que todo había sido un mal sueño antes de haber empezado la entrega.
Falta erotismo para ser un cuento ganador de Edwin Gabriel Avella Faura
En la cancha él y El Flaco organizaban los equipos; cada equipo elegía a una de las gemelas para empezar parejos, después a los altos y, por último, quedaban los de economía que se rifaban al azar. Las apuestas eran muy frecuentes en la cancha como una forma de ponerle emoción al juego, pero no solo en la cancha, los celadores mediante las cámaras observaban el juego y a través de los radios se apostaba con los de las otras porterías; mientras el partido se jugaba se prohibía hacer ronda, pues podría desconcentrar a los jugadores; eran apuestas muy seguras.
El último partido que mi memoria no permite olvidar fue un viernes en la noche, El Llanero estaba de árbitro; su función era darle la razón al que más pataleara por cada punto, la apuesta en esta ocasión era de dos mil pesos. Ese Chico lideraba mi equipo y El Flaco era el enemigo, antes de empezar Ese Chico nos dio un recorrido narrativo de las luchas sociales desde 1929 en Colombia, decía que ese triunfo también sería para el pueblo, con esos dos mil apoyaríamos al vendedor ambulante de jugos, en cambio, los del otro equipo comprarían una vil gaseosa.
Los celadores ya se habían alertado del comienzo del partido, V25 era el código de alerta que iba acompañado del valor de la apuesta, por lo general las apuestas iban en contra del equipo que tuviese más jugadores de economía. Al estar perdiendo, El Flaco alegó que se debía anular el partido porque ellos habían elegido a la otra gemela, pero se la habían cambiado, hubo una discusión, el árbitro dictó que el partido debía decidirse en un último set. Continuando con el partido, la luz de los postes se apagó, nadie recordó que a las 22 horas la cancha se quedaba sin luz, no se podía continuar, algunos opinaron que un piedra papel o tijera era una manera justa de resolverlo, pero nadie se sentía con suerte ese día; al final se cuadró volver al día siguiente y concluir el encuentro; pero al otro día nadie volvió, ni al siguiente, ni la semana después, ni al mes, el partido aún está pendiente.
El otro campus de Mauricio Ardila Londoño
—Aguacate, aguacate… aguacate pal almuerzo… — Se escucha en mi calle. Sé bien que no tenemos pero me abstengo de ir porque no lo sé tocar, y fácilmente podría estar comprando uno para un almuerzo del próximo semestre. Se levanta mi papá y atraviesa como un rayo el pasillo que da a mi cuarto, agarra el tapabocas y una menuda de la mesa y sale a la calle, por el aguacate supongo. Al mismo tiempo se escucha el camión de la basura pasando. Esta vez es mi mamá la que sale disparatada de la casa y con dos bolsas no muy grandes en cada mano. Mientras tanto sigo yo viendo esos gatos y noto que el flaco le busca juego al gordo. Saltan del computador hasta el pollo de la cocina y ahí se pelean por el trapo que había visto antes. —10 lucas al gordo— dice alguien en el meet. Me río modestamente en solitario, y al rato le respondo: —Cómo no, si le roba toda la comida al flaco—. Regresan los gatos al computador ahora con una extraña calma, como si se estuviesen preparando para dar ellos la catedra.
Después de un momento de miradas fijas, el gordo le pega al flaco y el flaco grita como si acabase de ver la resurrección de las pechugas en el congelador. El flaco se levanta y no responde, a lo mejor por vergüenza de los espectadores. Llegan a mi cuarto mi papá, mi mamá, el de los aguacates, el de la basura y dos vecinos. —¡Oímos un grito ni el gran hijueputa!, ¿qué pasó? — dicen asustados.
—La universidad — digo yo.
Resiliente de Laura Alejandra Flórez Gómez
Sucedió que casi imperceptiblemente empezó a sentir esa energía extraña de ser observada, incluso cuando estaba en completa soledad, lo que la inquietaba ya que tenía una sensibilidad que desde niña le permitía predecir cosas sin entender cómo.
Él era difícil de ignorar, era de esos seres que tienen una magia de la que no se tiene claridad cuál es su origen, de su aspecto físico claramente no lo era. Pero brillaba, donde estuviera todos sabían quién era y más puntualmente cuales eran sus posesiones.
Por eso cuando supo que él estaba interesado en ella tuvo tanto de inesperado como de esclarecedor, no entendía como un ser como él se interesaba en alguien que no cumplía con los parámetros establecidos para adornarlo. Pero entendió las sensaciones que había estado percibiendo, su interés en ella se había dado en la intimidad de sus mentes, se habían ido conectando lentamente hasta construir un mundo paralelo que él usaba para contemplarla, desearla y amarla. Ella no sabía cómo había accedido a su mente sin que ella se lo hubiese permitido, pero ahí estuvo todo el tiempo y ahora no solo poseía su mente si no su cuerpo. Y su dolor cesó.
Desafortunadamente su conexión inusual no lograría derribar las barreras de lo terrenal, en su mente la amaba pero la vida real acarrea cierto peso que algunos no saben cargar, el deseo de alimentar su ego fue más fuerte que el profundo amor que le tenía. Y lo hizo destruyó su mundo común aun a costa de saber que jamás encontraría a otra persona con la que tuviera esta conexión espiritual. La otra era bella, tenía una belleza común, esa que
es fácil de admirar, y que adorna bien a cualquiera, aunque de lealtad no gozaba, ser su mejor amiga no iba a ser un impedimento para reafirmar su supremacía.
Y ella al principio pensó que había perdido, llorar no era su estilo, no lo había hecho ni cuando perdió a sus padres, acostumbraba reprimir sus sentimientos pero esto la superó, lloró y renegó de sí misma y cuando el dolor pasó entendió que había ganado, había ganado sanar las heridas que el amor curó, pero no el amor por otro si no el amor a si misma a través de otro.
Preludio de Juan David Rosas Cabrera
Cuando la vi sentada bajo ese fastuoso y lúgubre guayacán rosado, pensé en lo hermoso de sus ojos que, por la circunstancia, eran ahora forzosamente protagónicos. Siempre he sentido que sus ojos tienen un poder especial para desdibujar las aflicciones, colorear la bruma y redefinir la belleza. Aún con mis brazos sedientos de tatuarle el alma, mantuve la compostura ante la fragancia floral que emanaba su figura y calmé mi pecho que quería elevarse hasta la copa de los árboles, recorrerla desde cada ángulo y dibujar en mi mente uno a uno esos indóciles cabellos que danzaban al compás de la brisa. Su cabello era una tempestad en la que quería sumir mi rostro mientras acercaba mi corazón al suyo. Nos paramos frente a frente zozobrando en nuestros ojos, pero solamente nos saludamos de forma frívola a la distancia.
Me acerqué y la besé, o eso creo. La sentí al menos, como cuando juntas tu mano con la de alguien más a través de un vidrio; sentía su calor, pero aquel par de murallas se alzaban cual fortín implacable. Tan siquiera respirarla a través de su aliento me era imposible y al querer palpar su mejilla, la desconexión de nuestra piel resultó aún más lóbrega que su misma ausencia. Sin embargo, aquella certeza que nuestros corazones remembraban, el sentirme suyo y ella mía, era algo que iba más allá del tacto. Entonces entendí que ese cortocircuito en mis días no era por besarla, sino por el júbilo de su mera existencia en mi vida. Ante mi propia incredulidad, ella me quitó el cubre bocas y yo, en el instinto mismo de vivirla, retiré el suyo como quien redescubre la felicidad. ¿Y qué cuando lo humano vence a lo mundano?
La vida después de esa sonrisa jamás volvió a ser la misma. Ese gesto fue la confirmación de que aquella incursión de mis labios, acotando el espacio de los suyos, fue el cenit del anhelo que nos turbaba cada vez que nos veíamos fijamente. Quedé sumergido en la conmoción que me causó aquel tacto caliente de mi nariz en su mejilla y el sentir que la acariciaba en los espacios que volvía mi alma tras recorrer su cuerpo y sucumbir a su aliento. El viento se congeló y uno tras otro, los rayos del sol orbitaron en bucle el semblante de su rostro. La tomé de la mano y caminamos en silencio mientras escuchábamos aquellas aves cantoras que anidaron el añoso edificio que vio nacer cada ladrillo del nuevo campus.
Cada paso que dimos desde entonces puso una flor en el desnudo guayacán. Hoy salí al balcón y vi todo el valle cubierto de pétalos rosados.
viernes, 18 de septiembre de 2020
Método de Andrés Silva Duque
jueves, 17 de septiembre de 2020
De lo evidente y otras conexiones inexplicables de María Fernanda Cardona Pinchao
6:00 am, suena el teléfono, y no era igual que siempre, esta vez al otro lado de la línea Anne anunciaba que había llegado el momento, quizás algo falló y era hora de desconectar a Papá, pero… a su lado y al unísono mamá y Él pronunciaron su última declaración de amor ‘A veces uno solo necesita vivir un poco más’; y mamá murió mientras papá regresaba de un coma de cuatro años… Quizá si existen conexiones superiores… Hasta siempre mamá, intentaré vivir un poco más.
miércoles, 16 de septiembre de 2020
La Escuelita de Natalia Restrepo Restrepo
No, no, no, este cuento trata es de cómo en la feria de San Alejo de Medellín, el sábado 6 de noviembre de 1993, en la tarde, dos alemanes se acercaron al puesto donde misamigas y yo vendíamos grabados, dibujos y papel artesanal a los “gringos” que visitaban el país antes de que se jodiera del todo.
No, no, esperen, este cuento trata es de cómo una de mis amigas, furiosa conmigo por ser tan amigable, me dijo que no invitara desconocidos a mi fiesta de cumpleaños esa noche. Y trata de cómo dos chicas, una cercana a la escuela de Artes y otra estudiante de la misma, terminaron recorriendo el pacífico colombiano en compañía de dos extranjeros y una de ellas terminó viviendo en Baden Baden en la Selva Negra, en Alemania.
No, déjenme intentarlo una vez más, la última, este cuento trata es de La Escuelita, un antiguo espacio detrás de donde ahora es el Ágora, un espacio a manera de casita-finca que tenía un taller de grabado, un taller de dibujo, un taller de papel hecho a mano y un patio central donde los estudiantes de Artes hacíamos nuestras exhibiciones y donde el olor de la tinta gráfica y del tinto negro se fundían en uno solo.
Una casita en la que mis amigas y yo amanecíamos haciendo papel y grabado, donde pasábamos días esperando a que el ácido muriático mordiera las placas de cobre para inmortalizar nuestros dibujos, mientras licuábamos pulpa de papel con hojas y flores secas y poníamos al aire papeles del tamaño de una sabana para estampar en ellos nuestras propias versiones de exotismo y venderlas el primer sábado de cada mes en la feria de San Alejo, a los habitantes del primer mundo, que nos hacían creer, que ser artista era posible.
La Escuelita fue nuestra cápsula del tiempo, nuestra apuesta de destino, un lugar en el que las horas se pasaban lentas esperando el momento mágico de timonear nuestros barcos en tierra, de hacer mover entre varios los rodillos de las prensas de grabado para ver nuestras estampas. Un lugar mágico y extravagante, lleno de artistas, humor negro, critico y refinado, humos de pielroja, lecturas de tarot, dibujos y proyecciones de la carta astral. Un lugar azaroso y divertido donde lo raro era norma y lo complejo era ley.
De La Escuelita salieron grabadoras que se encerraron en clósets con alemanes a las tres de las mañana, e ilustradores con italianas, gringos y gringas, franceses y magrebíes, pintores que escaparon a la madre patria y al paraíso Azteca, dibujantes que se refugiaron en las montañas y otros que prefirieron el mar, también artistas de oficio que nunca hallaron sosiego en ningún lugar y otros de los que nunca se supo
después de atravesar el horizonte.