viernes, 28 de agosto de 2020

Naranja de Laura Gaviria Vargas

Nos llena de sosiego escribirte esta carta.
Largos meses vagamos por varios municipios. Nos quedamos en penosos hoteles y estuvimos sin raigambre alguno antes de llegar aquí.
Ahora es septiembre; desde marzo estamos viviendo indefinidamente en una casa antigua de sólo dos habitaciones.
Nuestros días se pasan entre fértiles y espesos montes. Silenciosos, pero llenos de nebulosos y encantadores rumores.

Hoy, alejados de la grave situación política de nuestro pueblo, nos sentimos tranquilos. A menudo pensamos que no deberíamos pensar en lo que pasó.

La casa es de dos habitaciones y apenas tiene todos los enseres necesarios para las tareas diarias. Cerca hay árboles frutales y con el poco dinero que aún mantenemos, conseguimos dos cabras, gallinas y semillas para cultivar nuestro propio sustento.

Estamos decididos a permanecer fuera del panorama por las múltiples amenazas. Nos perturba el sistemático transitar de las avionetas a altas horas de la madrugada antes levantar el alba.

Nuestra situación está mejorando.
Los últimos meses hemos vivido en la calma de las tareas domésticas, cultivando la huerta, cuidando a los animales y dedicados a los pocos libros que siempre nos acompañan.

Estoy embarazada y llena de esperanza.
Creo que tiempos mejores vendrán pronto para nosotros.
Te queremos.
Esperamos que entiendas nuestra intermitencia.
Dale abrazos a los pequeños de nuestra parte.
Por el momento es mejor que no sepas nuestra ubicación.

Esperamos pronto saber de ti.


II. 


No nos sentimos bien. 
Estamos inquietos porque las crías de los animales están presentando deformidades extrañas. Los abortos espontáneos de fetos amorfos son cada vez más frecuentes. 
Las plantas parecen no prosperar. 
La naturaleza parece morir.

Perdónanos la distancia.
No nos sentimos bien.
No ha sido fácil para nosotros.
El embarazo ha traído consigo severos dolores y me han mantenido en cama.


III. 



Salimos sólo con lo que llevábamos puesto.
El horror llegó de nuevo con su trágica bruma.
Decidimos enterrarlo y abandonar la casa.
No pudimos hacer más…

Su presencia no nos permitía continuar allí. 
Abrimos un hueco en la huerta. Lo envolvimos en mantas. 
Y lo dejamos cubierto de tierra en aquel lugar.

La desgracia llegó de nuevo

Era estremecedor míralo.
No sabemos si nos daba más asco o dolor…
Sólo sentíamos un inexplicable y profundo miedo.

Sus sebáceos pedazos de carne viva.
Débiles y dispares miembros.
Las puntas de los dedos con tiernos cartílagos repletos de amarillenta y fétida pus.

Entre los pliegues de su suave vellosidad estaba conectada la desnuda y pequeñísima cabeza por el cuello apenas perceptible. La asimetría de la boca apenas formada y de la minúscula nariz, emanaban abundantes burbujas de verde mucosidad. Por la espuma sabíamos que se prolongaban los débiles respiros de la vida de la miserable criatura. 

No lo pudimos soportar. 

A menudo pensamos que no deberíamos pensar en lo que pasó. 

Amalia Rojas, 1972.

No hay comentarios:

Publicar un comentario