Seis de la mañana. Suena un cumbión en la alarma. Me levanto convencido de que he hecho una abdominal. Doy dos pasos, oprimo un botón y de repente estoy en la universidad, mi primer semestre. Practico mi firma en una hoja en blanco mientras espero que alguien más se una al meet y así no ser el primero, el celador que reparte bienvenidas. Poco a poco van llegando todos, incluido el profesor el cual inmediatamente enciende la cámara. —Buenos días—, dice, —voy por un café e iniciamos —. Se para lentamente y se va. Ahora habemos veinticuatro espías dentro de esa casa. Me pregunto si soy el único que confundió el trapo cocinero con unas bragas o el único que se percató que estamos viendo la cocina y ahí no está el profesor. De repente una bola peluda cubre la cámara, como si hubiesen cambiado al profe por un peluche. Se trata de un gato, un gato gordo y gruñón, con una mancha en un costado en forma de herradura. Tras de él le sigue otro gato, este más flaco y animado, con una mancha que forma el cuatro en romanos.
—Aguacate, aguacate… aguacate pal almuerzo… — Se escucha en mi calle. Sé bien que no tenemos pero me abstengo de ir porque no lo sé tocar, y fácilmente podría estar comprando uno para un almuerzo del próximo semestre. Se levanta mi papá y atraviesa como un rayo el pasillo que da a mi cuarto, agarra el tapabocas y una menuda de la mesa y sale a la calle, por el aguacate supongo. Al mismo tiempo se escucha el camión de la basura pasando. Esta vez es mi mamá la que sale disparatada de la casa y con dos bolsas no muy grandes en cada mano. Mientras tanto sigo yo viendo esos gatos y noto que el flaco le busca juego al gordo. Saltan del computador hasta el pollo de la cocina y ahí se pelean por el trapo que había visto antes. —10 lucas al gordo— dice alguien en el meet. Me río modestamente en solitario, y al rato le respondo: —Cómo no, si le roba toda la comida al flaco—. Regresan los gatos al computador ahora con una extraña calma, como si se estuviesen preparando para dar ellos la catedra.
Después de un momento de miradas fijas, el gordo le pega al flaco y el flaco grita como si acabase de ver la resurrección de las pechugas en el congelador. El flaco se levanta y no responde, a lo mejor por vergüenza de los espectadores. Llegan a mi cuarto mi papá, mi mamá, el de los aguacates, el de la basura y dos vecinos. —¡Oímos un grito ni el gran hijueputa!, ¿qué pasó? — dicen asustados.
—La universidad — digo yo.
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