lunes, 28 de septiembre de 2020

El momento de parar de Manolo Ramirez Ramirez

Me encontraba junto a la malla con miras a la Autopista Norte. Una malla puede separar sentimientos tan diversos; en ese momento separaba mis ansias de revolución con mis miedos ante el tropel; pero, era el día.

Mi cavilación se perdió al ser tocado mi hombro, rompiendo mi estado de concentración. El Chapo, con sus pintas civiles. Un blue jean fibroso, una camiseta de letras rugosas y tonalidad clara, los cuales no tenían conexión con sus tenis siendo prietos y de líneas carmín. ¡Y ni hablar de los cercos, flacidez y tono
champán de su piel! Gracias al consumo de sustancias psicoactivas, junto a su renuencia a dejarlas.

Lo saludé y procedió a tomarme de la muñeca para llevarme hasta debajo del puente. Allí pude ver la cantidad colosal de rostros encapotados. Algunos valientes se mostraban con verdad, unos solo sabían gritar, mientras que se dejaban llevar por saltos, pidiendo la aprobación prescindible de autos estancados por aquel plantón post meridiem de algún jueves.

Aún recuerdo aquel presagio que sería cubierto por la personificación de Helios que deseaba marcar en mi piel su temperamento.

La multitud era increíble. Sentía como las arengas académicas conseguían liberar parte de lo que el régimen tenía subyugado en mí. Estábamos ocupando los dos carriles de la Autopista, que debería ser un cementerio debido a todos los accidentes en 2019. Estábamos los vivos y los muertos en aquella manifestación. Todo seguía su nivel de perfección, puesto que los vientos llevaban mi voz, y la de todo aquel presente, desde el norte hasta el sur.

El chapo sacó de su bolso dos pañuelos para lo que yo pensaba como un modo de reducir, el temblor de mis dedos. La rugosidad del paño hizo posible atármelo fácilmente, olvidándome de su tonalidad oscura, sumado al arte mandálico, mal pago. Lo importante era que estábamos ahí, mostrando que sí se puede salir en paz y que sí se le puede informar al pueblo la inconformidad.

Salimos unas ocho personas a la Primera Línea. Mis ojos vislumbraban cómo los árboles y el pasto se movían por el viento, que soplaba a nuestro favor. Adicionalmente, unos hombres con un atuendo que solo la Parca misma podría propiciar, asesinos de 34 civiles para finales de 2019…

Se mueven lento por el peso de la sangre…

Solo saben escuchar órdenes, más no pensar.

Tratan de aplacar al pueblo que deben cuidar.

La ineptitud actual se llama ESMAD.

La paz se vio turbada por una tanqueta, que se menosprecia en fotos y quieta; sin embargo, verla venir hacia mí fue la situación más fuerte que ha estremecido mi vida. El acto se vio adicionado por el humo que solo puede tapar a un criminal. Traté de retroceder, pero el chapo me detuvo y dijo: —de aquí nadie se va, es el único modo de cambiar la mierda de realidad—.

Por un momento detuve mi razonar y noté que no me podía imp
ortar la forma de opresión estatal, pues yo y los que estaban allí estábamos preparados para luchar.




El principio y el fin de Valentina Sánchez Cañas

Todo comenzó cuando yo tenía cuatro años allí conocí a mi mejor amiga éramos polos opuestos pero teníamos una amistad muy sólida, crecimos juntas en todo sentido en las buenas y en las malas juramos ser amigas por siempre pero el universo no estuvo muy de acuerdo con ello, teníamos sueños, metas y proyectos juntas uno de ellos era entrar a la universidad, en el colegio nos presionaban con ello ella lo sentía aún más siempre ocupo el primer puesto. Recuerdo muy bien el día que fuimos a conocer la universidad Nacional para no estar desubicadas el día del examen, entramos por la portería de la 65 me enamore al instante de ella y lo primero que vino a mi mente fue que quería estudiar allí, al entrar conocimos un muchacho que nos dijo que cuando se presento estaba compitiendo con otras personas por su puesto, que Mariana Pajón también competía y sin embargo ganaba.

Presentamos el examen el 16 de septiembre de 2018 lastimosamente mi amiga no paso pero yo si lo hice, al ver lo mal que se sintió decidí no tomar el cupo; decidimos comenzar a estudiar inglés y nos presentaríamos de nuevo a la universidad esta vez ella paso y yo no, me sentí muy triste pero me alegre por ella. Mientras ella hacia todo lo de los papeles para mi suerte me llego un correo de la universidad donde me decían que estaba habilitada para escoger un programa curricular, aquel fue uno de los momentos más felices de mi vida.

Mi amiga me ayudo con todo pero ella no se emocionó mucho por ello, el 16 de septiembre de 2019 entramos a la universidad ella a ingeniería de control y yo a ingeniería agrícola, las dos conocimos muchas personas pero ella en específico conoció a un muchacho y me lo presento, no era un hombre muy bonito pero era un ser humano muy interesante tenía una belleza poco convencional para desgracia o fortuna las dos terminamos enamoradas del mismo hombre, era inevitable sentir los celos de la una cuando él hablaba con la otra ello fue un completo desastre nadie me había cautivado de tal manera, por mi parte decidí arriesgarme porque ella tenía un romance secreto con un hombre que le doblaba la edad aunque lo hablamos nuestra amistad se fracturó; luego de unos días su romance sintió celos de mí y le

dio a escoger entre él y yo, yo decidí alejarme porque yo siempre trate de darle lo mejor de mí y yo no soy una opción, ella por su parte nunca me busco al poco tiempo encontré a mi amor besándose con otra chica y allí termino todo, luego me entere que mi amiga decidió dejar la ingeniería por la psicología.

Aunque paso todo eso fue un gran primer semestre, conocí muchas personas, crecí en varios sentidos, aprendí muchas cosas y aunque algo de mí se fue, empezó un momento grandioso aquel donde comencé a construir mis sueños y ello es muy valioso, aprendí que cuando uno deja ir algo siempre le llegan mejores cosas, además nunca imagine estar donde estoy hoy, la universidad sin duda alguna me ha convertido en una mejor persona por eso es el principio del fin.

Ansiedades de martes de Mateo Salazar Hoyos

¿Me miraba? ¡Pff! bajé mis ojos casi de inmediato y me llevé la palma a la cara, haciendo con la cabeza un sutil gesto de negación, y con la boca una mueca propia del nerviosismo. Me sentía ridículo por siquiera haberlo considerado. Esperé unos segundos, los que percibí como eternidades antes de alzar de nuevo la vista. Ahí se encontraban aún: la silla ocupada y la mesa desordenada. Las protagonistas de su acto, adornadas con cuadernos apilados y trazos de marcadores, intermitentes y medio borrados.

A su alrededor los impetuosos estantes y las mesas atestadas de estudiantes buscando aprobar el próximo parcial. Sus amigos le hablaban, él sonreía, y con su mirada atendía a cada uno de ellos, con una ternura que solo en sus ojos había logrado ver. Suspiré. ¿Era esto el “enamoramiento” del que comentan o solo una interpretación vaga de mi parte?

Era ya una costumbre, suya y mía, aunque más mía que suya, encontrarnos producto de la “casualidad” todos los martes a eso de las 4:00 en la Efe. Habíase convertido en un hábito el pasar mis tardes entre pasillos de hojas y esencias de tintas, ojeando la imponente cúpula en el techo desde mi pequeña silla marrón, preguntándome si sería el momento adecuado para platicarle. ¿Me odiaría si supiese que solo voy a la Efe para verle? No me alcanzarían los dedos para contar las veces que hesité en acércame y presentarme, posponiendo el inevitable encuentro que tarde o temprano yo suscitaría.

Pero tal vez hoy sí. Tal vez hoy sería el día en que me tragaría esta vergüenza, áspera e incómoda, y buscaría fuerzas suficientes para levantarme de mi silla y dirigirme hacia la suya, saludarle con un gesto y pronunciar mi nombre. O tal vez no. Tal vez el próximo martes sea más prudente, al fin y al cabo hoy se le ve ocupado. Sí, muy ocupado. Ocupado del tipo: “si me hablas perderé mi concentración y me molestaré eternamente con vos”. Definitivamente el próximo martes. Suspiré derrotado.

6:40p.m. Mi oportunidad se había ido con el sol. Una tarde más de martes nadando entre anhelos fugaces y pensamientos divagantes. Mi taller vacío, de nuevo. Esquivé con desgana pero con talento el laberinto de mesas en el que estaba inmerso. Bajando los escalones con un desdén impasible devolví la mirada, y sin advertirlo le vi, dirigiéndose con prisa… ¿hacía mí? Pánico. ¿Qué había ocurrido? ¿Me habría descubierto observándole? Comprobé, escrutando mis alrededores, que no se tratara de algún delirio de importancia al cual me habría adjudicado título. —¡Mateo! —Pronunció mi nombre su voz—. Indudablemente era yo. Mil dudas se plantaban y comenzaban a deslizarse por las mangas de mi camisa a manera de escalofríos.

Todo se detuvo.

Se posó enfrente de mí con su sonrisa cordial y su actitud de empatía imbatible, tan propias de él y tan ya conocidas por mí. Soltó una pequeña risa silenciosa que en

cualquier otro contexto habría pasado inadvertida, y con una leve expresión de vergüenza disimulada me extendió su mano: “dejaste tu carnet en la mesa”.

Estancias y encuentros de Luis Janier Molina Ramírez

Hay encuentros que te enseñan y otros que te inspiran. Salía de una relación de tres años cargada de mentiras y condimentada por la drogadicción de mi pareja, tras su segunda infidelidad, finalmente tuve valor para dejarla, de ella aprendí lo que es amor propio a la luz de su ausencia. Tras algunos años de inestabilidad económica y emocional, o huevonada; de pie y orgulloso por haber entrado a la Universidad Nacional, me sentía optimista, incluso el corazón me sorprendió dispuesto a sentir amor otra vez, demasiado pronto quizás.

Pienso que no hay amor a primera vista, creo que es más factible pensar que existe un impacto a primera vista, alimentado en la conversación. Pese a pensar así, me fijé en ella sin haber cruzado palabras, y la observé con curiosidad. Se llevó mi atención en el Coliseo Polideportivo durante la inducción, era linda, pero la situación chocaba con mis votos de monje-estudiante.

Como pude comprobar con el paso de los meses, en nuestro Taller del bloque 24, Anairam era una buena chica, buena estudiante y con una sonrisa radiante, la veía con sus amigos en las escaleras exteriores de la facultad, me divertían sus expresiones y su figura rolliza era un sano deleite para mis ojos, cada vez me gustaba más, y lo más importante, la admiraba, vi en ella aspectos que quería esculpir en mí, era disciplinada, extrovertida, transparente y parecía segura de sí misma. Me enamoré de ella.

Ese semestre y el siguiente busqué las excusas que pude para hablarle, pero mi lengua ágil para los malos chistes no lograba ni eso en su presencia. Le pedí prestada su bitácora aunque no la necesitaba, y se la devolví con una chocolatina como agradecimiento en El Ágora. También dejé que notara que la miraba con frecuencia (en realidad era muy evidente). En una ocasión cual caballero al rescate, victorioso defendí sus argumentos proyectuales ante la negativa del profe, aunque luego descubriría al dragón de su novio.

Hallé a mi acosador interior y presté atención a sus horarios, la vi varias veces llegar desde la portería de Coca-Cola y dirigirse bajo los árboles al bloque de Ciencias Humanas, decidí que era el lugar indicado. Vacilé por semanas, pero finalmente la embosqué una mañana antes de su clase de inglés. Me acerqué a su mesa en el pasillo del segundo piso, hablamos trivialidades y al despedirse, la retuve: “Tengo algo para ti”, le dije. Aún vacilante, saqué de mi morral una carta escrita a mano en un sobre rojo que hice con materiales de una maqueta. “¿Te gusta leer no es así?”, comenté, al tiempo que la ponía en sus manos. Le escribí sobre mí, mis experiencias y mis gustos, como pienso, y como siento, como me siento por ella. Le expresé en varias páginas mi admiración, mi difícil pero decidido respeto a su relación, y Táctica y estrategia de Mario Benedetti. Ante su expresión desconcertada me alejé con una sonrisa tan triunfal como nerviosa. ¿Y qué crees? Lo que sigue es otro cuento.

Sobre las hojas tendido de Joan Botero Lenis

El eco metálico del último escalón se pierde entre el chirrido de las bisagras oxidadas de la portería de Coca-Cola. La Nacional, un par de buenos días y yo que giro a la izquierda y empiezo a caminar. Arriba, una Luna deshilándose en nubes delgadas delante del negro telón. Al frente, sobre los árboles, dos estrellas enfiladas señalándome ese destino de barandas naranjadas al que me dirijo.

Hoy tampoco sé si será en vano, sólo sigo recorriendo ese camino que es testigo de mis búsquedas infructuosas, ese que me ha atrapado entre arbustos buscando las risas a las 5:40 cuando todavía hay tiempo; el mismo que ha visto a la mirada escabullirse de mis ojos para posarse en cada rama, en cada hoja que va y viene; algunas se han caído y paso sobre ellas como ojos sobre libros. Creo que es su sonido al viento lo que me los recuerda. Recuerdos, parecieran serlo, pero no lo he vivido.

Trato de concentrarme en mi camino. “Hay acera, sendero y pavimento y pasos de niños que vibran en el suelo”. Me parece inútil que traten de negarlo. Y aunque acepten que en verdad ha ocurrido, yo les sostengo que ahora mismo está ocurriendo. Y si a media travesía sólo huele a parva, para mí hay ecos de café. Cómo explicarles que ando creyendo ver abrazos, vislumbrando bajo faroles lo que sólo danza en mi cabeza, pues dicen que eso no pasa cuando hay clase de seis. Pero sí danzan, cantan y recitan: reverbera aún el guión tras el telón caído. Parece que el pasado juega a ser el presente en un escenario oculto. Tantas respuestas encontradas que se han ahogado las preguntas. Sueños alcanzados, melodías entonadas, saludos y hasta luegos, trasnochadas que aprendieron a dormirse, llanto que rio al medio día y alegría que sollozó al caer la tarde; para miedos y preocupaciones árboles que saben brindar paz. De tantas páginas abiertas, todas se han ido con el viento. Y sin embargo todavía están aquí, victoriosas porque aún no las encuentro. Más ya todo ha sido visto, cada rincón observado.

Ya casi son las seis y preciso llego al bloque. Juro que anidan en mis oídos, se revuelcan, se contraen. Ellos no me creen pero sé que es así. No sólo se habla con palabras. Y no, no todo está escrutado. Atravieso el pasillo entre el tumulto y salgo del 12 corriendo. Son las 5:58. Aún es poco tiempo. 

Ahora el suelo es blando y con cada paso mío crujen sus hojas secas. Más fuerte, cada vez más fuerte, como diciéndome que no esculque más las guaduas, porque tampoco están ahí. Pero no les creo nada. Sigo buscando, entre cada guadua. Las fuerzo, las someto. Las del frente, las de atrás. Por dentro, por fuera. Una vez y otra por si acaso. Nada. Otra vez nada. Y el amanecer que llovizna sobre mi cara parece corroborarlo.

No las veo pero sé que están ahí, ya no susurran pero las puedo oír. Me rindo, como una nube que se rinde en lluvia y cae sobre las hojas. Cierro los ojos y sonrío suavemente. Al fin y al cabo siempre fueron más veloces… Sí, creo que son ellas. La Universidad y sus voces.

Animalidad de Edison David Ramírez Serna

Jairo Macías era un profesor de Historia que se creía zoológico; o más precisamente, era un docente estrafalario que llevaba en las vértebras, en las palabras, en los gestos, en las manías: todos los animales de las selvas habidas y por haber. En los salones, en las bibliotecas, en los pasillos de las facultades; iba saltando, ladrando o cacareando estrepitosamente.

En los meses de octubre y noviembre cuando la lluvia caía desbordada, Jairo abandonaba de cuando en cuando su curso de Historia de las borracheras y se iba sigilosamente a sentarse en la parte posterior del bloque 43. Allí, con sus tangos de Gardel: hablaba con las cabras de la inutilidad de la existencia, de la primera boca que buscaba en otras bocas, del octavo día en que Dios creó las lágrimas para que nunca dejáramos de llorar.

Generalmente era en el Ágora, en las horas de almuerzo, cuando mi profesor de Historia sacaba a relucir toda su animalidad. Cuando ya no quedaban restos de sopa en su plato, simplemente se subía en la meza, y en cuclillas, repetía la frase típica y cincelada de todos los días, sin claro, eso sí, evitar ladrar un poco para que todos supieran que él era un perro filósofo: « ¡Guau! Hhhj ¡Guau! Estamos en Atenas, señoras y señores. Soy un perro griego: un canchoso que pide migajas de dicha entre las perreras de la vida».

Un día el ESMAD recibió la orden de entrar a la universidad para dispersar una manifestación: bolillazos aquí, bolillazos allá, huesos rotos en Artes, costillas fracturadas en Arquitectura y gases en la biblioteca fueron parte del paisaje en aquellas horas de reyerta. Jairo, que dictaba su curso de Historia Antigua subido en un pupitre, adaptando festivamente al buen Incitatus (el célebre cónsul del emperador Calígula); se inclinó al estilo de un buen mamífero, y gateando de un lado a otro, de extremo a extremo del núcleo El Volador, atropelló con su cuerpo de elefante a todos los miembros de la policía.

Cómo era de esperarse, Jairo Macías terminó dramatizando a un pequeño hámster en un calabozo de Bella Vista. Los guardianes del IMPEC cuentan que en las noches de luna llena, el profe, con la manía de un lobo siberiano, solía recitar poemas de Lautréamont mientras aullaba entre líneas.

En una navidad negra hubo un motín en el patio quinto de la cárcel. Después de la revuelta, los noticieros contabilizaron miles y miles de reclusos asesinados. Sin embargo, de nuestro profesor de Historia, de nuestro hombre zoológico, nunca se volvió a saber nada.

Hoy, después de veintisiete años de aquellos sucesos, las malas lenguas dicen en los corredores de la Facultad de Ciencias Humanas que Jairo Macías se convirtió en un gran Cóndor; que ahora, más feliz que de costumbre, le cuenta a las montañas de los Andes la historia de sus piedras, aguas y paisajes milenarios.


jueves, 24 de septiembre de 2020

Preexistencia de Luz Dinora Vera

Bajo los guaduales transcurrieron momentos de ilusiones y sueños creados desde el fondo de una sonrisa silenciosa. Tuvo también una que otra pesadilla cuyo alcance y transcenden-cia jamás podrías imaginar. Seis años acontecieron y como una niña trémula de frio, supo extraviados el afecto, la risa y la ternura. Al pasar por los caminos de la sutil nostalgia de lo que no pude ser, las miradas invadieron ese lugar secreto donde naufragan algunos vacíos del alma y emociones fragmentadas. El azar de la vida transmutó su destino con una pizca de viento soplado de canciones tarareadas y con el misterio de múltiples porqués, diluidos en los impávidos besos que sosegaron la sublime soledad. Con los años, una pregunta sin respuesta crece como el guayacán donde yacen las historias del pasado cercado, que luego narraría desde la distancia. En el Volador, durante doce semanas en medio de alegría y lá-grimas, estuvo anclada en sus entrañas, pero un día de agosto, el sino arrancó las esperan-zas y las puso en caminos solitarios, aunque los amados recuerdos de su efímera preexis-tencia siguen aferrados en un rincón de su memoria.

Al encuentro de los mitos de la selva de Paula Janeth Barrientos Gil

La tarde avanzaba estática cuando vio al ave posarse en la única ventana de su casa. En su barrio amontonado sobre una sola calle, bautizado en honor a los reptiles que solían habitar sus riveras, no era común ver caras desconocidas; ni siquiera de animales que bajaran del cerro para adentrarse en el estrecho caserío. Aburrido de la tarea escolar, bajó la escalera de la buhardilla que era su casa y siguió al ave singular entre las esquinas.

Tratando de darle alcance y con la suerte de quien no presta atención, cruzó la puerta custodiada de la universidad sin ser interrogado, percatándose de que no había estado allí antes. Siempre había visto una malla alrededor de la cual se detenía la ciudad para bordearla, y le daba la impresión de que custodiaba algún secreto importante.

La universidad se extendía a orillas del río, en la conjunción con la quebrada que bajaba con barrios a cuestas en su orilla. Allí en el pie de monte, donde la geografía reposaba entre el cerro y la hondonada del río, como un electrocardiograma que asciende y desciende dando aviso de que aún había vida natural en la urbanizada ciudad.

Recuperando la vista del ave, percibió cómo se transformaba el ambiente a su alrededor; del vertiginoso tráfico y el calor acentuado del final de la tarde, de repente pudo escuchar el sonido de sus pasos sobre el andén y no vio más su sombra que se perdía en el abrazo refrescante de los árboles. Giró sobre sus pies y vio edificios aparecer entre la masa verde, y grupos de personas que caminaban hacia sus puertas como fieles acudiendo a la homilía. Entre las cabezas de los estudiantes vio al ave posarse en uno de los árboles, dejándose admirar unos instantes.

Al acercarse voló lejos, y se vio a sí mismo recorriendo edificios enumerados tan distintos y entre aulas y pasillos, entendió que un tipo de conocimiento mítico y poderoso se impartía en esa escuela. Hablaban de aves y de sus rutas de vuelo, de casas en árboles, del control de las aguas del río, de historias de héroes y antiguos pueblos, de arte, de la domesticación y hasta de la dirección del viento que bajaba del cerro.

Incrédulo y apresurado por el sol que se escondía, salió a la arboleda y finalmente vio al ave junto a una familia de bambúes. Distraído en la penumbra vegetal levantó sus ojos y se halló

en la presencia de gigantes de piedra; hombres y mujeres desnudos que junto a animales gesticulaban petrificados. En presencia de estos guardianes, leyó en voz alta “Guardiana de la vorágine y la selva, el grito de vientos y tempestades, la furia del trópico y el retorno solemne del hombre y la mujer”

En esa pequeña selva aparecían esos fantasmas olvidados que debían habitar estas tierras hace siglos. Sintió emerger de las raíces de la tierra los mitos abandonados por una ciudad que apagaba los gritos de la selva, el cerro y el viento y conmocionado echó a correr buscando la salida. Al cruzar los muros que debían traerlo a salvo a la ciudad, supo que debía regresar a la universidad.

Viaje peregrino hacia el reino divino de Kevin Santiago Jiménez Luna

Despierto…no recuerdo quién soy, ni lo que hago, deambulo por lo que parece ser un mundo trágico, voy casual, en mi lomo llevo algo pesado, en mi cabeza una voz cálida con matiz de misericordia repite: “no hagas nada raro hasta haber llegado”, no sé por qué, pero le hago caso, mis extremidades se han sublevado como si conocieran el Odiseo camino por el que ahora vamos. Observo sombras lúgubres deambulando a su destino condenado, al cabo de un rato veo poderosas fieras de metal que con solo rugir ensordecen mis tímpanos…las observo bien, no son más que carcazas dominadas por espectros ya marchitados, extraño de mi pues ya no me fastidian sus lamentos, creo que me adapto, con cautela traspaso un puente gigante de arquitectura del ingenio raro, aquel es resguardado por criaturas antropomórficas ancestrales de ópalo fino, pero ya gastado, en sus manos llevan un relámpago destructor, me vigilan a cada rato, su mirada ejerce presión, camino un tanto calmado, a mi derecha veo luces blancas llenas de algún tipo de esperanza, pero también van de prisa...en cierto grado tienden a lo fútil, a mi lado izquierdo observo destellos rojos, emanan humo corrosivo que trastorna lo que toca. El cuerpo me ha llevado a salvo de los espectros, y las criaturas del mundo trágico, he subido y bajado por infiernos y mares dañados, miasmas corrosivos y salvajes ambientes de los restos humanos. Mi ser entero ahora responde, solo debo subir los peldaños puros de perla lacado, emanan una fulgurosa energía, intrigado me acerco, él me mira, me analiza y me cuestiona, me considera un invasor malo, le contesto que mi cuerpo fue el que me trajo, entonces por un último rezagó suyo extiendo la mano. Me adentro al reino divino, me paralizo por todas las maravillas que van más allá de lo imaginado, seres celestiales de múltiples formas y colores van para todo lado, se adentran en bellos palacios, pequeñas utopías que los distinguen unos de otros, sus creaciones se hacen realidad, las mías también, aprendo, cambio, eventualmente me transformo en uno de ellos, es un espacio superior a cualquier otro plano. En el horizonte lejano observo al mal en humo negro materializado, acercándose lentamente al reino amado, dispersando todo, alejando todo lo vanagloriado, mi iris se oscurece, lentamente y calmado cierro los ojos cansados. Despierto.

Metros de altura de José David Padilla Carvajal

Qué día hace unos años iba yo en el metro hacia la universidad. La noche anterior estaba solo y me comí unas sardinas viejas que vi en un rinconcito junto a unos maicitos. Estando en medio de ese vagón no podía ahora dejar de pensar que me había convertido en una de esas sardinas: empaquetado a las malas en un espacio diminuto. Había gente sobre la gente. A mi izquierda tenía a un hombre que claramente estaba en una relación con la mujer a mi derecha. Podía notarse que estaban juntos por la forma en que se miraban, aunque el largo silencio indicaba una extrañeza. Al llegar a suramericana me bajé y conmigo se vino la chica en cuestión, que se quedó parada en la plataforma mirando como su pareja se iba. No hubo un gesto de despedida ni una palabra para el adiós, pero pronto el metro hablaría por ellos. Verla allí inmóvil me recordó a una de las escenas iniciales de 7 años en el Tíbet cuando Brad Pitt abarca el tren para emprender su viaje a la escalada y su esposa queda allí plantada. Quise pensar que ese hombre que hace menos de un minuto tenia su pecho postrado en mi hombro se dirigía rumbo a una montaña, a una de esas cimas donde no llega un corazón completo.

Atravesando la portería de la 65 de la universidad recibí un mensaje de quien por aquel entonces era mi pareja diciéndome que mejor “dejáramos así lo nuestro”. ¿Qué diferencia había ahora entre la mujer del metro y yo? Ninguna. Entendí entonces su mudez. No se tienen palabras para lo que no puede ser dicho. Pero más allá de eso, ¿por qué no podría ser yo en realidad el hombre dentro del vagón, el alpinista envalentonado? En ese momento me sentí como ambos. Terminé faltando a clases y emprendí una caminata por la universidad que concluiría llevándome a la montañita cerca a las piscinas y el gimnasio al aire libre. Se pregunta uno en esos momentos de la vida qué será el después, ignorando ciertamente que nunca se deja de vivir el ahora. Estando ahí parado, viendo la universidad en corta panorámica, me sentí en mi Tíbet. Años después, en ese mismo pedacito de tierra elevado, conocería a la mujer con la que me casaría.


El arcoíris del bloque 21 de Daniela Rico Gutiérrez

Zaris era una zarigüeya de corta edad que vivía junto a su madre en el campus de la Universidad Nacional. Le encantaba jugar, aprender, pasear y compartir con sus amigos. Zaris era muy amorosa, inteligente y sociable, pero también muy despistada y aunque su madriguera quedaba en los alrededores del bloque 11, a veces se quedaba dormida colgada de su cola en algún árbol de la Universidad, después de una entretenida charla con Jorge el loro. Y es que a Zaris le encantaba la física, se enamoró de ella desde que un día, después de un aguacero, salió el arcoíris. Su madre le explicó que este se debía a la descomposición de la luz en colores, que ocurría cuando los rayos del sol atravesaban las pequeñas gotas que se encontraban en la atmosfera. La mamá de Zaris llevaba viviendo toda su vida en la Universidad y le encantaba escuchar las conversaciones de los maestros y estudiantes. Así había aprendido todo lo que sabía y cada vez que tenía la oportunidad se lo enseñaba a Zaris.

Zaris aún no había tenido contacto con los humanos ya que todos se encontraban en vacaciones. Ella aun no lo sabía, no sabía que su hogar era un lugar habitado por seres humanos, su madre aún no se lo había dicho, no sabía cómo hacerlo sin asustarla.

La curiosidad de Zaris por la física era imparable y cada vez quería saber más y más. Y fue un día después de una charla con Rufo, el animal más anciano y sabio de la Universidad que descubrió que en el bloque 21 podía ver los colores del arcoíris. Después de buscar por un rato en el campus, vio arriba de una medialuna el número 21. La emoción no la dejaba respirar con serenidad, pero decidió volver a su madriguera porque ya era tarde, la aventura quedaba para el siguiente día. Lo que no sabía Zaris era que para este día volvían todos los estudiantes, profesores y trabajadores.

A la mañana siguiente, Zaris se disponía a salir y notó a su madre nerviosa, pero las únicas palabras que le dijo fueron: - Afuera hay unos seres que nunca has visto, ten cuidado y no te acerques mucho a ellos. Zaris salió de su madriguera y se dirigió al bloque 21, allí vio y escuchó cosas increíbles, pero fue en el laboratorio de física

de ondas donde vio los colores del arcoíris que tanto la habían cautivado. Olvidando las indicaciones de su madre, se adentró en el laboratorio para ver más de cerca, pero aquellos seres se percataron de su presencia y comenzaron a gritar, saltar y uno de ellos intentó golpear a Zaris con una escoba. Zaris aterrorizada corrió como nunca había corrido en búsqueda de su madre. Cuando ya iba llegando al bloque 11 se topó con un cartel que tenía una foto de una zarigüeya parecida a ella, con el nombre zarigüeya común escrito en el. Zaris comenzó a llorar. Su madre que llevaba un rato buscándola, la vio y se acercó a ella. Zaris la miró y le preguntó: ¿Si somos tan comunes por qué nos tratan así?


¡Oh, Toño! de Jenny Alejandra Upegui Pajarito

- De aquí pa’ allá, y de allá pa’ acá, el profesor no aparece, ¡el profesor no está! Ya dieron las 6 y su oficina se encuentra vacía, si no me recibe el trabajo, ya puedo ir dando la despedida – Así repetía esos versos una y otra vez, Toño, quien como de costumbre, salvaba el semestre una semana antes de este terminar. ¿Qué sucederá?, esta ocasión era especial, pues rogaba a las deidades por aprobar la única materia que le faltaba para completar su malla curricular. Allí, sumido en las puertas del 305, yacía el sueño latente de un hombre: llegar a Dabeiba, caer en los brazos de Doña Rosa, su madre, y anunciarle que por fin le entregaría la invitación a esa anhelada ceremonia.

¡Ahí está! Justo en el baño andaba ese amable sujeto que tanto plazo le dio. Toño sintió el resplandor de la victoria, esos desvelos reflejados en casi 150 páginas estaban cobrando valor, ya ese título se acercaba y su sonrisa no tenía comparación. Muy orgulloso y con lágrimas en los ojos, depositó en las manos de aquel hombre, su más grande esfuerzo en todos esos años, nunca nada lo había hecho tan feliz. Así, se desplazó por el sendero rumbo a la portería de Coca – Cola, el petricor del campus inundaba sus pulmones, la noche de la ciudad de la eterna primavera le cobijaba su gran emoción, el hálito acompañaba tan lindo instante, y el joven muchacho, salía con su frente en alto.

Al día siguiente, decidido a acompañar a Camilo, su mejor amigo, se levantó de la cama, se organizó, tomó la bandera tricolor, llegó a la concurrida marcha, y aún con la alegría intacta, entonó mil cantos con la multitud. Sin embargo, de repente, sintió un golpe en su costado derecho y dos en la cabeza, cayó al suelo muy confundido, y sin imaginarlo, a los 5 minutos, ya tenía varios dientes afuera. Entrecerrando los ojos, identificaba un oscuro uniforme, una mirada pesada y una risa bastante extraña. En ese punto, el mundo se detuvo y todos salieron corriendo en medio de algarabías.

Querido Toño, el profesor te está buscando porque quiere publicar tu trabajo final en los medios de la universidad; Toño, el almuerzo que tu madre preparó ya se está enfriando sobre la mesa; Toño, Camilo se topa con muchos rostros en medio de tanta gente, pero ninguno es el tuyo; Toño, tu diploma ya está impreso y espera por tí; ¡Toño, Toñito! ¿Vos dónde estás?

Recuerdos de agronomía de Manuela Valencia Gil

Ese año, su nieta comenzaba el primer semestre en la Universidad y él, su abuelo, recordaba con cariño aquella facultad que había sido cuna de sus conocimientos en ingeniería. Emocionado entró con su nieta por la portería de Cola-Cola, pero se separaron rápidamente. Ella porque debía entregar unos papeles, él porque quería recorrer de nuevo el lugar. Atravesó la universidad hasta llegar a un hermoso guayaquil. Bajo el árbol y mirándolo hacia su copa sintió caer sobre si, el rosa de sus flores desprendiéndose debido al viento. La cortina rosa le causó extrañez, pero aún más, el ahora inexistente camino por el que había llegado hasta allí. Queriendo encontrar alguna respuesta se regresó sobre sus pasos, pasando primero por la biblioteca se encontró con un edificio antiguo y colorido. Al ver esta edificación se sorprendió de lo poco que se parecía a la estructura que había visto minutos antes al pasar por allí. Recordando como sus compañeros y él fueron verdaderos ratones de biblioteca, se cuestionaba cómo habían cambiado las cosas tan de repente. El bloque 46 parecía recién construido, con sus ladrillos cocidos y sus puertas de madera, cerró sus ojos y sintió otra vez el aroma a nuevo; subió por sus escaleras y desde uno de sus balcones divisó hacia el oriente las letra de -Coltejer- panorama tan idéntico que veía cuando iba a sus clases de 6 de la mañana, pero que le alegraba vivirlo una vez más; en el primer piso releyó aquel estribillo que adornaba las paredes, “el pueblo unido jamás será vencido”, bloque en el cual se realizaban las asambleas. Pasó así al bloque de la facultad de arquitectura, lugar amplio y espacioso, siempre le dio la seguridad de que allí nadie interrumpiría las horas de estudio con sus amigos, sin duda, lo que más le gustaba de éste eran las mesas de dibujo de aquellos futuros arquitectos.

El bloque 21 estaba construido en ladrillos grises, caminó por el primer piso, donde funcionaba el gran computador IBM, una buena adquisición para la universidad y motivo de gracia por su tamaño, ya que jocosamente entre estudiantes se decía que cuando se prendía, se iba la luz en todo Medellín.

La cafetería central era de sólo un nivel. El tinto, luego de clase de 6 am, era una de las cosas que más esperaba en las mañanas y tanto disfrutaba en esta cafetería, pero verla de nuevo le trajo el recuerdo del guanabacol, el único

vendedor que le permitían entrar y vender su juego de guanaba, bebida que siempre venia con la conversación de su propietario y sus historias del ejército.

Regresando de nuevo hacia el guayaquil disfrutó una vez más del paisaje, pensando que todos sus recuerdos y los de muchos otros eran las voces impresas en sus bloques, caminos e incluso en el rosa guayaquil que les seguirían diciendo que esta sería siempre su alma mater.

Se busca de Juan Manuel Zapata Uribe

Era un día normal. Yo me dirigí al Bloque 50A para pedir una cita médica. Llegué al mostrador de la oficina y él era la única persona en la fila. No supe si se dio cuenta de que lo observaba con insistencia. Aunque no lo conocía, su figura me atrajo inmediatamente. Las cosas fluyeron y, como es lo más natural para dos desconocidos que se topan por azar, nos separamos. No presté mucha atención a ese flechazo momentáneo, como tantos otros que le ocurren a uno en cualquier parte. Es que a veces no caemos en cuenta de toda la gente que hay en la universidad, en la ciudad, en el mundo; de que nuestros pasos se cruzan, sin tocarse, con los pasos de otros. Hasta que, entre esa multitud que anda por el espacio sin rumbo aparente, un individuo destaca por ser conocido, excéntrico o atractivo.

El destino habría de reencontrarnos. Cuando en la tarde volví al 24 para una clase, tras subir las escalinatas, mientras yo entraba por las puertas vidrieras él salía. A través del cristal nuestras miradas se cruzaron un instante, que por ser fugaz no dejó de ser suficiente para que yo pudiera, sin jamás haberlos visto, reconocer sus ojos, acompañados por el bello perfil de su rostro y unos labios que sonreían. Sonreí yo también, quizá sorprendido por las locuras de la vida. Bajó las escalinatas, caminó por el sendero que lleva al 46 y se perdió para siempre. Yo, con el corazón aún atento, guardé por un momento la esperanza; me decía: quizá lo encuentres de nuevo algún día, cuando por azar o destino regrese a este edificio. Y me resigné a esperarlo, y a perderlo.

Nunca supe si era para mí su sonrisa. Sólo espero que lea este cuento, me reconozca y me lo diga.

El umbral de Carlos Andrés Valencia Peláez

Extrañas circunstancias le alejaron. No fue el único que debió marcharse. Todos recibieron la instrucción de partir. Sin embargo, percibía que este evento le resultaría muy particular, aunque no comprendía la magnitud.

Al principio, le sobrevino una sensación de alegría por apartarse de la rutina, de la obligación de repetir saludos, muchos de los cuales perdían su significado. También le satisfacía la posibilidad de explorar otros lugares, de tomar distancia con respecto a este espacio físico que ya no le resultaba tan interesante. Asociaba este sentimiento con el que aparece cuando mengua el deseo en una relación amorosa y se cree que la llama sólo avivará en otra parte.

Como es natural en la esencia humana, desde su nuevo destino en vez de disfrutar ese supuesto placer que neutraliza preocupaciones, se despertaron visiones. El juego de imágenes dispersas convergió en una sola.

En ella un lector apasionado, que tenía el gusto de avanzar varias páginas cada mañana, alzaba su mirada y advertía el antiguo lugar, pero con una novedad. Ahora se convertía en un escenario enigmático, virgen, prístino.

Los prados donde trinaban las aves migratorias y chillaba la ardilla residente ya no se tornaban en lugar de paso sino más bien en un maravilloso paraje de avistamiento. El juego de árboles se revelaba como un laberinto del cual no era conveniente salir.

Observó formas humanas. Algunos rostros le resultaron familiares pero en general le despertaron una inmensa curiosidad. Entonces un cuadro robó su atención. Una abuela con su nieta caminaban por su lado. De pronto la anciana se detiene y le pide a la pequeña que se tomen una selfie para demostrar que habían estado allí.

Sintió como un golpe en la cabeza este cuadro porque no era fruto de sus pensamientos, sino el vivo recuerdo de algo vivido años atrás.

Comprendió que cuando fuese posible el retorno, al ingresar al campus, no cruzaría una portería sino que haría tránsito liminal por un umbral.

Liberación de Daniel Alexis Zambrano Castro

El toque de queda había terminado, lo que se tenía por normalidad retomaba sus espacios, se sentía como si la primavera estuviese llegando en una tarde cálida. Se abrían después de tanto tiempo las puertas del campus universitario, y en aquel lugar, otra vez nacían infinidad de ilusiones, que a veces se sueñan con ingenuidad.

El estudiante sabía que la volvería a ver entre los espacios en los que transcurre la cotidianidad de la vida académica, estaba feliz de verla. Y cómo no, si en medio de esa locura, la había convertido en su oasis. Y así, tan perfecta y mundana la miraba entre los espacios de la ciudadela, de la mano de sus libros y con aquel manto divino que ahora iluminaba la vida de otro personaje, con el cual ella había decido compartir su brevedad; esa efímera existencia, que en algún momento compartieron entre ellos.

Los ánimos de la inconformidad de los abusos cometidos por el gobierno durante el encierro no se hicieron esperar. Posterior a la apertura del Campus, se convocó una asamblea estudiantil, en la que se decidiría realizar una movilización haciendo un llamado a la rebeldía, en la que anidan las esperanzas de un nuevo orden, uno más justo y equitativo el cual sería sostenido firme en su derecho a protestar, manifestado en un llamado tropel en la portería de la 65.

Y así fue, la vitalidad y el vigor mostrada en aquella protesta por parte del púlpito que la revolución engendraba; en donde aquel estudiante deseoso de que en la guía de su pulsión de muerte pudiese salir victorioso, que de la destrucción de ese orden establecido se convirtiera en una reformación suya y de su amada; a la final ella representaba ese pueblo, ese que va en busca de su liberación, él besó muchas veces esa boca que junto a la suya gritaban rebeldía.

De momento, la línea policial se acercaba, el panorama campal se visualizaba, los latidos se aceleraban, por entre la cortina del día que desamparados los observaba como en aquel campo de batalla en el que las caderas de su idilio se aceleraban hacia él. El universitario como en aquel entonces, no se habría permitido que quedase espacio sin ser conquistado.

El cuerpo represivo del estado ha perdido su control, el policía ha desenfundado y la bala ha impactado su objetivo, la sangre del estudiante comienza a brotar a cántaros, inunda todas las esquinas, como aquel vino con el cual se embriagaron de pasión y deseo aquella noche que la conoció.

La liberación ha llegado, su espíritu es libre de inconformismos y resignaciones, su voz ha encontrado un grito definitivo que retumbar en la eternidad, el último palpito ha latido por un sentimiento puro como la existencia, ve de frente a la muerte, la besa con pasión su boca, tiene sabor a ella.

Un día ordinariamente absurdo de Santiago Arias Gallo

Aún debo atravesar toda la facultad y la clase ya debió haber empezado, no sé porque me gustan las clases de las 6 a.m. si me cuesta tanto llegar temprano, aunque pensándolo bien a cualquier otra hora tampoco lo haría, tal vez sea que prefiero llegar tarde en las primeras horas del día. Al entrar al salón el profesor detiene la clase para saludarme y me sonríe, no sé porque le caigo bien, en realidad no sé lo que he hecho para agradarle a varios de mis profesores, no soy el mejor estudiante, llego tarde y participo poco, solo cuando nadie lo hace y creo que no lo hacen porque la respuesta es tan obvia que no podrían demostrar que saben más que otros, yo lo hago para continuar con la clase

Al finalizar el profesor me pregunta cómo voy con la materia y me da algunos consejos, no sé qué espera de mí, en cualquier caso fui lo más amable y emotivo que pude (espero nunca pasarme con esto y ser malinterpretado).

Después de almorzar me senté en una mesa a estudiar solo, una mujer se sentó en una mesa cercana a la mía, tenía una apariencia con la cual muchos hombres se sentirían nerviosos e intimidados, yo solo sabía que estaba frente a una mujer verdaderamente atractiva, me miraba con ciertos intervalos como para que no me diera cuenta que lo hacía, momentos después me pidió un cargador de celular aunque no pude ayudarla con eso, quizás solo busca una excusa para hablar conmigo porque seguía mirándome como si tuviera la intensión de hacerlo, no es raro que las personas tengan, sin ninguna razón, un sentimiento de familiaridad conmigo, sin embargo no es usual que yo lo tenga hacia ellas, pero aunque quisiera hablar, a la hora de hacerlo nunca logro pensar en un tema que pueda acercarnos, así que para evitar este dilema mejor sigo estudiando.

Al dirigirme a las puertas de la universidad me doy cuenta que fue un día como cualquier otro, no sucedió nada que me hiciera romper ese sentimiento de indiferencia que me separa tanto del mundo y las personas que me rodean, otro día que se archivará en la lista incontable de días en los que nunca vuelvo a pensar, seguramente mañana ya lo habré olvidado, así como aquella mujer también me habrá olvidado a mí.

Labyrinth de María Camila Badillo Montoya

“Remember to rest well t ry to not stress too much and do not eat too much the day before. But also, don’t go with an empty stomach. D on’t rely on what you think you know read carefully all the questions, and relax”. Those were some of the recommendations that our beloved character received the week in which he would take the admission exam of La Universidad Nacional. “The best university in the country” some relatives would say with pride, while our main character fell into the anxiety and stress that this test generated on him. 

 He woke up that Sunday at three in the morning. He couldn’t really sleep. After checking his phone, he decided to have a cup of coffee which by the third sip made him feel nauseous. Without eating anything else, our character proceeded to take the backpack he had left perfectly packed the day before and left his house when it was still dawn. 

He decided to go on foot It wasn’t that far anyway which was an advantage so he could walk around the university for a while, search for the building and classroom he had been assigned to, and try to pretend that he wasn’t as lost as the rest of the applicants, or even more. 

 “Building 24, classroom 302”, he repeated as if he were conjuring a spell, “Building 24, classroom 302, classroom 3 0 2” It was still dark, and he was the first to arrive at the university He stopped in front of the building, confirmed that it was the correct number and proceeded to sit in the chairs of the huge cafeteria that was located a little bit further down building 24. Now seated and comfortable enough, our character finally fell asleep. Two hours later a deafening sound woke him up. Not knowing where it came from and worried about the abundance of light and the lack of people, he fearfully checked his watch. 8:02 AM. “Damn it, I'm late!!”, he yelled as he grabbed his things and headed for the classroom. 

He climbed up the stairs and encountered a huge wall that prevented him from passing through. “What the he murmured before going down again. He turned back and down the staircase again and ran to the closest exit, but another wall fell in front of him. He looked at his watch again; 8:25AM. "What's going on!?”, he screamed in the middle of the desolated cafeteria that was starting to get filled with walls and stairs that now made it look more like a labyrinth. 

He was looking for any sign of light Wherever the light comes from, that's the way out of this hellhole" he thought. Looking up, he found a small hole in the roof. He looked to the side and saw a staircase that was close enough to the hole in the roof so he climbed the stairs, threw himself against the walls, jumped and overwhelmed by the fear slipped right when he was about to reach the hole, and he fell. He fell, like a feather, like a lea f but also like a rock. 

He fell to the ground and screamed with all his force. A harsh light and a pair of arms from someone else forced him to open his eyes. There he was on the floor of his room, next to his bed, waking up at 3:02 in the morning.

Un día inconcluso de Fabián Castrillon Rivera

Efe pidió dos tintos en el lugar de siempre, uno para él y el otro también, pagó con billete de cinco y guardó el vuelto sin revisar; después se enterará si a la humanidad se le pueden confiar al menos unas cuantas monedas. Cuidándose de no hacer charcos equilibró ambas manos hasta el techo del Ágora, descargó ambos vasos, se sentó en el suelo y sacó su libreta negra. Alzó la mirada y pensó "esta ciudad es un hueco donde irónicamente los que viven más arriba son los que más están hundidos", dio un sorbo y escribió a modo de título "Enero" y prosiguió: 

Hola, ¡Qué lindo es verte y tocar tu mano! Solía llamar quimera a la astucia de besarte sin estar, regaba yo con mi saliva esas flores que crecen en tu boca, era primavera, lo sé; lo sé porque anidaban mariposas en tu pelo, tenías el sol en la mirada y yo un ocaso en mis mejillas. Tú volabas en las alas de mi voz mientras en viento arpegiaba en tus pestañas, de cuando en cuando nos envolvía un sublime silencio, pero era paraje y no descenso. 

Desde entonces han desfilado tristemente las corolas que inadvertidamente crecieron frente a mi ventana, dónde hoy la inconsolable lluvia humedece los troncos desnudos, deslizo el telón haciendo mutis. Yazco yerto sobre el tieso algodón: 

Una aureola santificaba mi pecho 
Floral alfombra muere dónde naces tú 
Nívea intensa como nuestros cuerpos 
Cegadora hacía esta bendita luz 
Blanda carne moldeaban mis dedos 
Suave como nube de este cielo azul 
Cuál diosa te admiro y yo nazareno 
Me muero de amor clavado en tu cruz.

Hizo un garabato que según él era su firma, dio otro sorbo y espiró como desechando una enorme carga, jamás pensó escribir todo esto de un solo tirón. "¡Vaya!, lo he escupido todo- dijo Efe para sí- ¿qué debo hacer ahora? ¿Fumar? ¿Fundirme en las estrepitosas risas de ingenieros?" Cerró los ojos para evitar todo tipo de ceguera queriendo encontrar un alma desesperada igual que la suya, pero solo encontró parciales, rentas sin pagar y unos cuantos estómagos vacíos; todos esos espasmos numéricos no tenían que ver ni de cerca con ese encontrar y volver a buscar propio de su hastío; dos tintos para uno es estar solo, no compartir dolor con nadie, es soledad. Un inmenso azul se tendía sobre él, profundo, profundo, "Oh- exclamó Efe- ¡cuán grandes son estos cercos que separan tu inmensidad de este limitado tedio!, quisiera mirar y mirar, pues hoy busco algún consuelo que en tus nubes no he de hallar”. Tras decir esto se embutió lo que quedaba. 

Eran las seis menos cuarto, recorrió con su mente el camino desde el Ágora hasta el cuarenta y seis: mirada fija al final del pasillo, después de ir al baño lanzar furtivas miradas a la dueña de este escrito, subir escaleras y entrar a clase. Volviendo en sí guardó su libreta, hizo encajar el vaso lleno sobre el otro y se puso de pie; todavía quedaba un tinto, había un gran camino por delante.

Alteración previa de Mariana Arango Preciado

Era un frío lunes en la noche. El bloque 24 se encontraba sumido en el silencio salvo por unos cuantos grillos en el exterior. Al mirar el reloj nos percatamos de que faltaban quince minutos para las 9:30, pronto, el vigilante vendría a pedirnos el favor de abandonar la facultad.

Yo miraba fijamente la pantalla del computador tratando de terminar los cambios en el plano lo más rápido posible, mientras mi compañera cortaba cartón ágilmente, quedaban pocas horas para la entrega de taller. Desesperadas, sentíamos que no teníamos suficiente tiempo, un par de compañeros apagaron los computadores y empezaron a empacar. Mi compañera y yo, seguíamos intercalando la mirada entre la hora, el plano abierto en Autocad y la maqueta.

Cuando el reloj marcó las 9:30, nos miramos y acto seguido, ambas observamos la ventana que daba al pasillo. Aún nadie venía. Nos miramos nuevamente y asentimos a una pregunta que no fue necesario pronunciar, debíamos terminar.

No sé cuánto tiempo había pasado, cuando me di cuenta que no se escuchaba nada, la mayoría de los salones tenían las luces apagadas y el frío dentro del bloque era más fuerte, al observar desde mi asiento el bloque 25, me percaté de que poco a poco se desdibujaba en el paisaje.

Sintiéndome un poco desconcertada miré la hora de nuevo, el reloj no avanzaba. Me levanté de mi silla con gran velocidad, mi compañera me miró confundida e inmediatamente corrí hacia el pasillo del tercer piso y observé alrededor, para mi sorpresa, todo parecía estático; Las pocas personas, las luces, el aire. Era como si el tiempo se hubiera detenido.

Corrí de regreso hacia el salón y miré por la ventana, con horror me di cuenta que casi todo había desaparecido tras una densa niebla gris, al girarme, mi compañera ya no estaba, entré en pánico, al mirar la hora el reloj aún marcaba las 9:30 PM y no tenía señal.

Pensando en una posible acción coherente opte por ir a los demás talleres. Salí del salón con el celular en la mano y al intentar encender la luz del pasillo me di cuenta que no podía, encendí la linterna y caminé. Al observar cada salón desde las ventanas noté como ahora todo estaba vacío, trataba de respirar lo más profundo posible para no perder la cabeza pero mi corazón latía a toda velocidad.

Finalmente opte por bajar al segundo piso, quizás la puerta de la facultad estaría abierta y podría salir, cuando bajé el último peldaño escuché que alguien decía mi nombre, me llamaban cada vez más y más fuerte, la voz provenía del oscuro pasillo que daba a las salas de computadores, con la linterna del celular me empecé a acercar lentamente, estaba aterrada.

Al llegar al vidrio me detuve, vi una pequeña luz al otro lado y sentí como una mano se posaba sobre mi hombro, la voz seguía llamándome, yo cerré los ojos presa del pánico.

Cuando los volví a abrir, la clase había terminado, mi compañera repetía mi nombre y me sacudía, tal parece que todo había sido un mal sueño antes de haber empezado la entrega.

Falta erotismo para ser un cuento ganador de Edwin Gabriel Avella Faura

Ese Chico había entrado en paro; su manera de manifestar era quedarse todo el día jugando en la cancha, alegando que seguir estudiando mientras la lucha no se había resuelto era absolutamente ridículo. Jugaba voleibol para hacer posesión de la universidad y entre juegos dar a conocer sus ideas. Toda lucha era su lucha; estaba en contra de las parejas que se acuestan en los pasillos a la hora del almuerzo, a favor de hacer un monumento a la marihuana en el “aeropuerto”, en contra del peinado común y corriente de los de ingeniería, a favor de poner jabón Rey en las duchas, en contra de que los de economía usaran camisas polo, a favor del equipo de voleibol femenino, en contra del equipo de voleibol masculino, a favor de todo lo que salía en la página de memes de la U, en contra de todo lo que salía en los periódicos, excepto el horóscopo, pues era lo único cierto que salía allí.

En la cancha él y El Flaco organizaban los equipos; cada equipo elegía a una de las gemelas para empezar parejos, después a los altos y, por último, quedaban los de economía que se rifaban al azar. Las apuestas eran muy frecuentes en la cancha como una forma de ponerle emoción al juego, pero no solo en la cancha, los celadores mediante las cámaras observaban el juego y a través de los radios se apostaba con los de las otras porterías; mientras el partido se jugaba se prohibía hacer ronda, pues podría desconcentrar a los jugadores; eran apuestas muy seguras.

El último partido que mi memoria no permite olvidar fue un viernes en la noche, El Llanero estaba de árbitro; su función era darle la razón al que más pataleara por cada punto, la apuesta en esta ocasión era de dos mil pesos. Ese Chico lideraba mi equipo y El Flaco era el enemigo, antes de empezar Ese Chico nos dio un recorrido narrativo de las luchas sociales desde 1929 en Colombia, decía que ese triunfo también sería para el pueblo, con esos dos mil apoyaríamos al vendedor ambulante de jugos, en cambio, los del otro equipo comprarían una vil gaseosa.

Los celadores ya se habían alertado del comienzo del partido, V25 era el código de alerta que iba acompañado del valor de la apuesta, por lo general las apuestas iban en contra del equipo que tuviese más jugadores de economía. Al estar perdiendo, El Flaco alegó que se debía anular el partido porque ellos habían elegido a la otra gemela, pero se la habían cambiado, hubo una discusión, el árbitro dictó que el partido debía decidirse en un último set. Continuando con el partido, la luz de los postes se apagó, nadie recordó que a las 22 horas la cancha se quedaba sin luz, no se podía continuar, algunos opinaron que un piedra papel o tijera era una manera justa de resolverlo, pero nadie se sentía con suerte ese día; al final se cuadró volver al día siguiente y concluir el encuentro; pero al otro día nadie volvió, ni al siguiente, ni la semana después, ni al mes, el partido aún está pendiente.

El otro campus de Mauricio Ardila Londoño

Seis de la mañana. Suena un cumbión en la alarma. Me levanto convencido de que he hecho una abdominal. Doy dos pasos, oprimo un botón y de repente estoy en la universidad, mi primer semestre. Practico mi firma en una hoja en blanco mientras espero que alguien más se una al meet y así no ser el primero, el celador que reparte bienvenidas. Poco a poco van llegando todos, incluido el profesor el cual inmediatamente enciende la cámara. —Buenos días—, dice, —voy por un café e iniciamos —. Se para lentamente y se va. Ahora habemos veinticuatro espías dentro de esa casa. Me pregunto si soy el único que confundió el trapo cocinero con unas bragas o el único que se percató que estamos viendo la cocina y ahí no está el profesor. De repente una bola peluda cubre la cámara, como si hubiesen cambiado al profe por un peluche. Se trata de un gato, un gato gordo y gruñón, con una mancha en un costado en forma de herradura. Tras de él le sigue otro gato, este más flaco y animado, con una mancha que forma el cuatro en romanos.

—Aguacate, aguacate… aguacate pal almuerzo… — Se escucha en mi calle. Sé bien que no tenemos pero me abstengo de ir porque no lo sé tocar, y fácilmente podría estar comprando uno para un almuerzo del próximo semestre. Se levanta mi papá y atraviesa como un rayo el pasillo que da a mi cuarto, agarra el tapabocas y una menuda de la mesa y sale a la calle, por el aguacate supongo. Al mismo tiempo se escucha el camión de la basura pasando. Esta vez es mi mamá la que sale disparatada de la casa y con dos bolsas no muy grandes en cada mano. Mientras tanto sigo yo viendo esos gatos y noto que el flaco le busca juego al gordo. Saltan del computador hasta el pollo de la cocina y ahí se pelean por el trapo que había visto antes. —10 lucas al gordo— dice alguien en el meet. Me río modestamente en solitario, y al rato le respondo: —Cómo no, si le roba toda la comida al flaco—. Regresan los gatos al computador ahora con una extraña calma, como si se estuviesen preparando para dar ellos la catedra.

Después de un momento de miradas fijas, el gordo le pega al flaco y el flaco grita como si acabase de ver la resurrección de las pechugas en el congelador. El flaco se levanta y no responde, a lo mejor por vergüenza de los espectadores. Llegan a mi cuarto mi papá, mi mamá, el de los aguacates, el de la basura y dos vecinos. —¡Oímos un grito ni el gran hijueputa!, ¿qué pasó? — dicen asustados.

—La universidad — digo yo.

Resiliente de Laura Alejandra Flórez Gómez

Su carácter retraído que ya no recordaba si era producto de su sufrimiento o de la recombinación genética, hacia que estar allí no fuese fácil, se le hacían incomprensibles las personas, las conversaciones, las aulas y los temas de clase haciéndola sentir como una espectadora de su propia experiencia incapaz de participar activamente en esos espacios y en ciertos momentos hasta invisible. Lejos estaba de imaginar que su paso por la universidad lograría menguar el dolor de las heridas que a su edad no tendría por qué tener. A pesar del miedo se sentía abriendo los ojos al mundo y liberándose de la carga de ser alguien en la vida porque ya estaba posando de serlo.

Sucedió que casi imperceptiblemente empezó a sentir esa energía extraña de ser observada, incluso cuando estaba en completa soledad, lo que la inquietaba ya que tenía una sensibilidad que desde niña le permitía predecir cosas sin entender cómo.

Él era difícil de ignorar, era de esos seres que tienen una magia de la que no se tiene claridad cuál es su origen, de su aspecto físico claramente no lo era. Pero brillaba, donde estuviera todos sabían quién era y más puntualmente cuales eran sus posesiones.

Por eso cuando supo que él estaba interesado en ella tuvo tanto de inesperado como de esclarecedor, no entendía como un ser como él se interesaba en alguien que no cumplía con los parámetros establecidos para adornarlo. Pero entendió las sensaciones que había estado percibiendo, su interés en ella se había dado en la intimidad de sus mentes, se habían ido conectando lentamente hasta construir un mundo paralelo que él usaba para contemplarla, desearla y amarla. Ella no sabía cómo había accedido a su mente sin que ella se lo hubiese permitido, pero ahí estuvo todo el tiempo y ahora no solo poseía su mente si no su cuerpo. Y su dolor cesó.

Desafortunadamente su conexión inusual no lograría derribar las barreras de lo terrenal, en su mente la amaba pero la vida real acarrea cierto peso que algunos no saben cargar, el deseo de alimentar su ego fue más fuerte que el profundo amor que le tenía. Y lo hizo destruyó su mundo común aun a costa de saber que jamás encontraría a otra persona con la que tuviera esta conexión espiritual. La otra era bella, tenía una belleza común, esa que

es fácil de admirar, y que adorna bien a cualquiera, aunque de lealtad no gozaba, ser su mejor amiga no iba a ser un impedimento para reafirmar su supremacía.

Y ella al principio pensó que había perdido, llorar no era su estilo, no lo había hecho ni cuando perdió a sus padres, acostumbraba reprimir sus sentimientos pero esto la superó, lloró y renegó de sí misma y cuando el dolor pasó entendió que había ganado, había ganado sanar las heridas que el amor curó, pero no el amor por otro si no el amor a si misma a través de otro.

Preludio de Juan David Rosas Cabrera

Aquella mañana era especialmente fría. Me dijeron que vaya por cuanto necesitara de mis pertenencias, que quizás ya no podría recuperarlas en un tiempo. Al entrar, tomé como siempre la acera opuesta para rebasar un par de personas. Buenos días. Tercer piso, al fondo y a la izquierda. Mientras tomaba mis cosas rápidamente, yacía en mí esa extraña conciencia del tiempo que hace que cada segundo dure dos. Calculé cada instante para salir del bloque y poner pie en aquel césped a la hora pactada.

Cuando la vi sentada bajo ese fastuoso y lúgubre guayacán rosado, pensé en lo hermoso de sus ojos que, por la circunstancia, eran ahora forzosamente protagónicos. Siempre he sentido que sus ojos tienen un poder especial para desdibujar las aflicciones, colorear la bruma y redefinir la belleza. Aún con mis brazos sedientos de tatuarle el alma, mantuve la compostura ante la fragancia floral que emanaba su figura y calmé mi pecho que quería elevarse hasta la copa de los árboles, recorrerla desde cada ángulo y dibujar en mi mente uno a uno esos indóciles cabellos que danzaban al compás de la brisa. Su cabello era una tempestad en la que quería sumir mi rostro mientras acercaba mi corazón al suyo. Nos paramos frente a frente zozobrando en nuestros ojos, pero solamente nos saludamos de forma frívola a la distancia.

Me acerqué y la besé, o eso creo. La sentí al menos, como cuando juntas tu mano con la de alguien más a través de un vidrio; sentía su calor, pero aquel par de murallas se alzaban cual fortín implacable. Tan siquiera respirarla a través de su aliento me era imposible y al querer palpar su mejilla, la desconexión de nuestra piel resultó aún más lóbrega que su misma ausencia. Sin embargo, aquella certeza que nuestros corazones remembraban, el sentirme suyo y ella mía, era algo que iba más allá del tacto. Entonces entendí que ese cortocircuito en mis días no era por besarla, sino por el júbilo de su mera existencia en mi vida. Ante mi propia incredulidad, ella me quitó el cubre bocas y yo, en el instinto mismo de vivirla, retiré el suyo como quien redescubre la felicidad. ¿Y qué cuando lo humano vence a lo mundano?

La vida después de esa sonrisa jamás volvió a ser la misma. Ese gesto fue la confirmación de que aquella incursión de mis labios, acotando el espacio de los suyos, fue el cenit del anhelo que nos turbaba cada vez que nos veíamos fijamente. Quedé sumergido en la conmoción que me causó aquel tacto caliente de mi nariz en su mejilla y el sentir que la acariciaba en los espacios que volvía mi alma tras recorrer su cuerpo y sucumbir a su aliento. El viento se congeló y uno tras otro, los rayos del sol orbitaron en bucle el semblante de su rostro. La tomé de la mano y caminamos en silencio mientras escuchábamos aquellas aves cantoras que anidaron el añoso edificio que vio nacer cada ladrillo del nuevo campus.

Cada paso que dimos desde entonces puso una flor en el desnudo guayacán. Hoy salí al balcón y vi todo el valle cubierto de pétalos rosados.

viernes, 18 de septiembre de 2020

Método de Andrés Silva Duque

“Quería ser etérea, amorfa. Quería que mis contornos se encontraran sumidos en dimensiones infinitesimales y expandirme en esa realidad. Quería ser una onda maleable, mutar en intrincadas geometrías y ser exploradora de universos inasibles”. Era hora de regresar a casa, lo sabía porque el cielo violáceo fue inundado por estertores de amazonas rezagadas. Salió de su oficina, las lámparas refulgían en los senderos mientras pasaba por las calles adoquinadas y los edificios decimonónicos; pronto se percibió rodeado por edificios masivos, bloques de concreto que aún atesoraban algunos alientos de vida, paredes acorazadas, hieráticas ante las pinturas beligerantes, ante los rostros de los héroes de las escaramuzas que alcanzan la posteridad al inscribir su signatura sobre piedra. Decidió sentarse y experimentar por un instante la penumbra, en la periferia distinguió la silueta de algunas zamias, vestigios de bosques inexistentes y testigos de atroces calamidades; sintió el vapor de los ferrocarriles, surcando cornisas y penetrando bloques macizos de batolito, vislumbró los grandes murales de las cúpulas, allí se perdió, en la levedad del tiempo y en la multitud de figuras corpóreas. “En fin, quería ser, al confrontar la prosaica realidad ahora tendré que sufrir afrentas públicas, estaré sometida a férreas pruebas y me confinaran mediante intransigentes restricciones. Desligada de mi sueño de trascendencia, únicamente espero que entre los anaqueles alguien encuentre un instante de orden y quietud”.

jueves, 17 de septiembre de 2020

De lo evidente y otras conexiones inexplicables de María Fernanda Cardona Pinchao

Entonces sintió como un vacío colapsaba su interior, y aunque intentó resistirlo, este fue más fuerte… Y aquí estaba de nuevo, reclamándole a la vida la oportunidad de recuperar estos cuatro años de ausencia, cuatro años de caminar hacia el umbral y no llegar, ni poder volver; cuatro años de dicotomía, de caricias ausentes, de palabras mudas, ¡Demonios! Cuatro años de vida…

6:00 am, suena el teléfono, y no era igual que siempre, esta vez al otro lado de la línea Anne anunciaba que había llegado el momento, quizás algo falló y era hora de desconectar a Papá, pero… a su lado y al unísono mamá y Él pronunciaron su última declaración de amor ‘A veces uno solo necesita vivir un poco más’; y mamá murió mientras papá regresaba de un coma de cuatro años… Quizá si existen conexiones superiores… Hasta siempre mamá, intentaré vivir un poco más.

miércoles, 16 de septiembre de 2020

La Escuelita de Natalia Restrepo Restrepo

Este cuento trata de cómo me encontré a unas amigas encerradas en un closet con unos alemanes, en una casa prestada, en Medellín, a las tres de la mañana, el día de la celebración de mi cumpleaños número 20.

No, no, no, este cuento trata es de cómo en la feria de San Alejo de Medellín, el sábado 6 de noviembre de 1993, en la tarde, dos alemanes se acercaron al puesto donde misamigas y yo vendíamos grabados, dibujos y papel artesanal a los “gringos” que visitaban el país antes de que se jodiera del todo.

No, no, esperen, este cuento trata es de cómo una de mis amigas, furiosa conmigo por ser tan amigable, me dijo que no invitara desconocidos a mi fiesta de cumpleaños esa noche. Y trata de cómo dos chicas, una cercana a la escuela de Artes y otra estudiante de la misma, terminaron recorriendo el pacífico colombiano en compañía de dos extranjeros y una de ellas terminó viviendo en Baden Baden en la Selva Negra, en Alemania.

No, déjenme intentarlo una vez más, la última, este cuento trata es de La Escuelita, un antiguo espacio detrás de donde ahora es el Ágora, un espacio a manera de casita-finca que tenía un taller de grabado, un taller de dibujo, un taller de papel hecho a mano y un patio central donde los estudiantes de Artes hacíamos nuestras exhibiciones y donde el olor de la tinta gráfica y del tinto negro se fundían en uno solo.

Una casita en la que mis amigas y yo amanecíamos haciendo papel y grabado, donde pasábamos días esperando a que el ácido muriático mordiera las placas de cobre para inmortalizar nuestros dibujos, mientras licuábamos pulpa de papel con hojas y flores secas y poníamos al aire papeles del tamaño de una sabana para estampar en ellos nuestras propias versiones de exotismo y venderlas el primer sábado de cada mes en la feria de San Alejo, a los habitantes del primer mundo, que nos hacían creer, que ser artista era posible.

La Escuelita fue nuestra cápsula del tiempo, nuestra apuesta de destino, un lugar en el que las horas se pasaban lentas esperando el momento mágico de timonear nuestros barcos en tierra, de hacer mover entre varios los rodillos de las prensas de grabado para ver nuestras estampas. Un lugar mágico y extravagante, lleno de artistas, humor negro, critico y refinado, humos de pielroja, lecturas de tarot, dibujos y proyecciones de la carta astral. Un lugar azaroso y divertido donde lo raro era norma y lo complejo era ley.

De La Escuelita salieron grabadoras que se encerraron en clósets con alemanes a las tres de las mañana, e ilustradores con italianas, gringos y gringas, franceses y magrebíes, pintores que escaparon a la madre patria y al paraíso Azteca, dibujantes que se refugiaron en las montañas y otros que prefirieron el mar, también artistas de oficio que nunca hallaron sosiego en ningún lugar y otros de los que nunca se supo
después de atravesar el horizonte.

martes, 15 de septiembre de 2020

Incertidumbre de todos los días de Lorena Padilla Jaramillo

Una y otra vez veo como la manecilla del reloj se va moviendo circularmente en dirección de la derecha, cada vez más lento, casi pareciera que cambiara de dirección, como si por cada milésima de segundo el tiempo se detuviera y luego continuara el ritmo destinado por el universo, pero nada está bien en este preciso momento. En el camino al bloque no tenía tales dudas filosóficas del transcurso del tiempo, todo era diferente, el clima era como de un domingo por la tarde, tan perfecto que era deprimente, perfecto tono azulado en el cielo con la cantidad exacta de nubes necesarias para que la luz de la tarde se esparciera por toda la universidad toda la atmosfera generaba un silencio tranquilizador sin embargo permutó, ahora era un silencio con desazón y asfixia, todo lo incierto no parecía cobrar sentido hasta este justo momento.

Es increíble como 30 minutos en la entrada esperando en la puerta para entrar al último parcial del semestre se siente como uno de los momentos más largos de toda la existencia. Aborrezco todo de este momento, todos los colores se vuelven de un verde grisáceo, volviendo todo incluso peor, la puerta oxidada, vieja de un color aceitunado pienso que es el resultado de todas las personas que la han atravesado y han tenido que presentar el parcial una y una y otra vez hasta por fin superarlo, soy optimista y que este parcial no es la gran cosa, pero este preciso instante, aunque no sea definitivo, tú y yo sabemos que lo es todo. Las paredes se hacen cada vez más estrechas, claramente es un invento por parte de mi ansiedad, el pasillo también se llena de más personas algunas que también creo que son producto de mi imaginación porque pareciera imposible que tantas personas quepamos en tan pocos metros cuadrados.

Todos empezamos a sentir el peso del tiempo, las personas acumuladas hacen que la temperatura corporal aumente, empiezo a sudar excesivamente además de todos estos repugnantes minutos de espera, tengo que soportar las miradas y críticas de otros y sus expresiones en las mías, ¿acaso sentimos lo mismo?, ¿nos cubre las mismas penas o los mismos miedos? o solo te identifican los malos pensamientos y las criticas sin sentido.

Llega un magnífico momento en la espera en el cual me olvido de mi intranquilidad y vuelvo a respirar, desde lo más bajo de mi cuerpo hasta la cabeza como si hubiera aguantado la respiración por minutos. Pero ¿he estado respirando verdad? ¿Mi cuerpo me lo ha permitido? Siempre se me olvida respirar. Si eso se me olvida como se supone que recuerde todo el tema de un parcial. Cada teorema cada afirmación ley o axioma. Pero tampoco es que eso me haya impedido resolver alguno de los mil que ya he presentado. ¿Hoy será como siempre? La verdad tengo mucho miedo, miedo a todo lo que desconozco, pequeños futuros que se vuelven en mi constante presente, incertidumbre de todos los días. Pero es hora de presentar otro parcial y terminar este juego con el tiempo.

lunes, 14 de septiembre de 2020

A mi altura de Jhoana Ronceria Alba

¿Qué cuánto tiempo he pasado aquí?

¡Yo creo que una eternidad! Mis hijos han aprendido de diferentes facultades… siempre ha sido cada vez más el conocimiento que a través de generaciones nos han traído a mi familia y a mis dueños, dueños que son todas las personas que habitan de vez en cuando esta amada U, o como les decimos “La Nacho”.

La arquitectura ha cambiado, y con ello, los espacios, las costumbres, las rutas.

Los dueños me trajeron desde que se empezó a construir uno de los primeros edificios a principios de 1900. Y allí pude conocer la evolución de este plantel educativo, y aquí me quedé y formé mi familia. Ahora que no estoy físicamente mis parientes están habitando la U.

Mi espíritu sigue en pie con estas aulas de sabiduría y libertad…

¿y los que me siguieron?

Ellos siguen alimentándose de conocimiento de varias materias que se mueven a través del tiempo y de croquetas: somos con sentido de pertenencia: los gatos de la universidad Nacional.

jueves, 10 de septiembre de 2020

Pequeño dictador de Juan David Martinez Jaramillo

Como cualquier otro dictador, nuestro pequeño dictador tiene el poder inusitado en irrumpir en la vida los otros, en la historia podríamos disculpar a algunos de estos que en el ejercicio de su rol de dictadores han jugado un papel noble y bondadoso, esto sin duda, no tienen nada que ver con que dicho rol sea por supuesto necesario, no lo justifica, tal vez solo lo humaniza, sin embargo, no es el punto, estos son palabras para los pequeños dictadores modernos, los profesores, que no han de confundirse nunca con los maestros. Aislados en una técnica, en un conjunto de saberes, y respaldados por una institución educativa creíste la idea de que enseñar era transmitir un conocimiento que tu al parecer tienes, exiges a diestra y siniestra la atención y participación como si de un niño malcriado se tratase, uno al que su juguete le fuera quitado. Tienes el poder de certificar, de pasar un curso, de calificar tu capacidad de transmitir y motivar, ah no, para ti es evaluar objetivamente los saberes de los alumnos, aunque claro, vas identificando aquellos más interesados en el tema, por eso en este nuevo mundo virtual exiges asistencia, exiges cámara, exiges reconocer, identificar, e individualizar a “tu” clase. Si antes presencialmente no construías conocimiento con tus alumnos ahora menos, ahora balbuceas con la tecnología que tanto peleabas, antes el distractor era el celular, ahora tu estas en él, seguramente con cierta ayuda para entrar, ya que no te tomaste el trabajo de prender nunca las potencialidades de la tecnología, estas ahora en nuestras casas,
exigiendo con tus métodos rancios defender un modelo educativo que murió hace bastante tiempo, y al parecer no quieres saber. Ese modelo militar con alumnos como recipientes que hay que llenar y calificar a aquellos que inconscientemente tienen tus mismos valores.

Resulta que el mundo ya cambio, la universidad no. Nosotros, los pequeños esclavos somos parte del problema, la universidad era un lugar para aprender, para desarrollar nuestros intereses y potencialidades, no para certificar nuestra memoria ni nuestra mecanicista manera de responder. Lástima que viste en la hermosa labor de ser maestro una oportunidad laboral, profanaste su quehacer para capitalizar el conocimiento, lo dejaste estático, cuelgas el cadáver como un trofeo, te convertiste en dueño de cadáveres. Culparas a los estudiantes, al sistema educativo, a quien quieras, eres tú. el que reproduce este sucio esquema que te separa del mundo, que fragmenta tu conocimiento. La universidad no ha muerto, fue asesinada. La diversidad cultural, de pensamientos, de amor al conocimiento fueron acribillados por tu merito al reconocimiento, por tu incapacidad de ver los talentos particulares, convertiste tu saber en ley, dejaste de crecer y comenzaste a dictar.

Pañuelos para llorar después de bordar de Carlos Andrés Cardona Molina


Hace un par de años, visitando la Universidad observé a tres mujeres entregadas a ciertos oficios de bordado y costura a la mejor manera de la inquebrantable Penélope. Me acerqué a ellas con empeño interrogativo pues había además un tendedero dispuesto de blancos paños con llamativas inscripciones en un destacado hilo color escarlata y una letra casi finamente cursiva; al notar la impresión de curiosidad en mi rostro una de las mujeres suspendió sus cuidadosas puntadas y me sonrió. No necesité preguntar de que se trataba ya que, la mujer creyó interpretar mi mirada y se aprestó a responder por adelantado algo acerca de lo que ella sospechaba, yo estaría a punto de indagar. -Conmemoración, memoria, presencia, recitó con una de esas agrietadas voces que evidencian la infinita e indignada ira contra la crueldad y la injusticia, se trata de no olvidar y resistir, -agregó-, en cada uno de esos pañuelos están plasmamos los nombres de muchos activistas de derechos, así como también de numerosos líderes sociales desaparecidos o asesinados.

La tímida sonrisa con la que yo en ese instante respondía al gesto igualmente sonriente de aquella mujer de nostálgico mirar, cambió de pronto por un semblante de estupefacción y trágica sorpresa. Creí desplomarme, un sentimiento de ahogo y tristeza como jamás había sentido me embargo de súbito, el asomo sutil de hondas y aun discretas lágrimas alcanzaron a evidenciar un poco ese dolor incompresible que sintió en ese momento mi alma.

Al notar mi aflicción y angustia inmediatamente ella me recogió en un abrazo emotivamente entrañable, lleno de vigor y ánimo. Éramos dos extraños sumidos en una suerte de manifestación de lamento al mismo tiempo que de alivio y consuelo. Supondría ella quizás, una perdida familiar mía o de alguien asociado a mis principales afectos en alguno de esos macabros y desalmados hechos y que, a ello obedecería tal vez, mi evidente consternación y el inminente cambio de una sonrisa por dos lágrimas.

Sentí más tarde la necesidad de compartir eso que había obrado tan tristemente en mí. Busqué a mi hermana, comencé antes que nada por tratar de explicarle la sensación de vacío y zozobra experimentada. ¿Sabes? nunca había advertido un efecto tan devastador y extraño a raíz de la muerte de personas que no conocía y, ni siquiera aún, por la pérdida de aquellas que sí.

Le narraría después lo siguiente: …de repente, esta mujer se levantó muy conmovida y se me precipitó en un compasivo y fraternal abrazo, pensaría en alivianarme por ese instante, un dolor grande que ella supondría, residía en una casual relación entre alguno de esos nombres y alguien de la familia o de aquellos que forman parte de nuestros grandes apegos. Tú sabes que milagrosamente, no hemos tenido ninguna perdida de semejante daño y vileza; por eso no me explico el motivo por el cual me estremecí de ese modo. Te equivocas, respondió mi hermana con firme y categórico tono, pues ellos, aunque no muy cercanos, también son nuestros muertos.

El sentido de lo común de Jhon Alexander Ríos García


Era una tarde cálida en la que el sol se despedía en su lenta marcha, coloreando el campus de la universidad con su luz de brillantes y diversos tonos. Aquella calidez me abrazaba mientras caminaba pensando en números, fórmulas matemáticas y algunas ideas de psicología que había leído. No sabía por qué, pero, tras mis ojos, las cosas tenían un matiz diferente, y me sentí extraño al admirar aquello a lo que antes no prestaba gran atención. ¿Quizá había sido porque me tomé muy enserio las frases de motivación que leía? Aún no lo sé.


Por alguna razón, me senté en una de las escalas ubicadas a la salida de la biblioteca. Desde allí observaba todo el ambiente que generaban las personas que pasaban frente a mí. De pronto, un impulso iluminó mi mente y dije en voz baja: “No son sólo personas, son historias andantes que en sus mochilas guardan los sucesos que llenan de sentido a sus vidas.” Esa idea me inquietó. Entonces me levanté de mi asiento y, como un extraño en el lugar, empecé a caminar sin ningún rumbo observando todo de manera muy atenta. A lo lejos, en la parte alta del ágora, pude ver a mi amigo y me acerqué para contarle lo que me estaba sucediendo.


Estando junto a él, levanté mi mirada y vi, en el cielo despejado, a varios pájaros que con su vuelo creaban patrones, curvas suaves y circunferencias perfectas. Fue una experiencia de verdadera práctica de mi conocimiento, y ahora la alegría llenaba todo mi cuerpo. Levanté mi mano con un movimiento rápido y, señalando hacia el cielo donde los pájaros aún trazaban curvas, le explique a mi amigo lo que había visto. Él, luego de hacer una mueca extraña, me entendió y dijo: “¿Vamos a conversar donde siempre lo hacemos?” Asentí con la cabeza y fuimos juntos.


Al llegar al sitio que buscábamos, en el prado frente a la facultad de ciencias, me sorprendí. La luz de aquella tarde hacía que aquel árbol, lugar casi espiritual para nosotros, pareciera un gigante iluminado por la divinidad de un dios sin nombre, un gigante que nos recibía con los brazos abiertos como si fuéramos sus hijos. Y nosotros, asistiendo al llamado, nos sentamos en su regazo, donde nos sentimos tranquilos para seguir viendo la verdadera realidad que se ocultaba ante nosotros.

Cita en el parque de Eduardo Yáñez Canal

¿Contarle mi vida? Me sorprende. En primer lugar, porque no había pensado en eso. En segundo lugar, porque a usted acabo de conocerlo en este escaño, donde me acerqué al verlo escribir en una libreta. Por último, porque mi vida no vale la pena. ¿Usted escribe y está a la caza de nuevas historias? Ahora entiendo su interés, y creo que tiene razón: es el momento de volver la vista atrás. A usted, señor escritor, le parecerá raro pero cuando joven yo tenía ilusiones. Aunque nunca fui buen estudiante, admiraba a mis compañeros y también quería ganar premios y pronunciar el discurso de grado. Ellos tenían claro lo que iban a hacer en la vida. Pero yo estaba perdido pues, aparte de jugar fútbol, no pensaba en mi futuro. A pesar de que en el colegio una psicóloga me dijo que era apto para cinco carreras profesionales. Mejor dicho, quedé en las mismas. Decidí presentarme a Biología en la Universidad Nacional de Colombia porque veía esos libros tan bonitos llenos de figuras de animales. Superé el examen de admisión y entré a ver física, química, matemáticas y la espalda del profesor de Biología General. Las materias que le mencioné antes no las entendí nunca y, en la última, lo único que miraba era al maestro que escribía en el tablero sin darnos la cara. Era un tipo de barba descuidada, flaco y alto, con bata blanca llena de colores anárquicos, y solo decía buenos días al entrar y, después de dos horas de dibujar órganos, textos y utilizar flechas, borraba el tablero, sin darnos tiempo de escribir, para despedirse con un lánguido: hasta mañana. El mismo que resultó ser el coordinador de la carrera y que, al finalizar el semestre, me entregó las notas con una sonrisa irónica mientras decía: Usted González está en nada. Solo le faltó perder materia fecal para completar este desastre. Así que probé con Agronomía, Derecho y Educación (Sociales). Pasé en donde me presenté, pero me quedé en la última ante el consejo de mis padres que me advirtieron que yo tenía buena memoria. Lo único que recuerdo hoy es la salida a un parque natural, donde compartí carpa con el profesor de Geografía que roncaba emitiendo toda la escala musical mientras yo me tapaba la cabeza con las cobijas. Para no alargar la historia, me demoré 10 años en graduarme por protestas estudiantiles y dudas existenciales. Al final, terminé carrera para dedicarme a las ventas pues no me veía como profesor de niños desorientados y agresivos. Así que vendí delantales, libros, zapatos, huevos, aspiradoras, almojábanas, medias veladas, oro a crédito y lotería. En este último oficio me quedé, y sin esperanza, de mujer e hijos, ahora la vendo a quienes piensan que la suerte viene del cielo. Yo les llevo la corriente porque de algo tengo que vivir. Pero no le digo más. Eso sí, le agradezco esta oportunidad. Espero que vuelva al parque para seguir hablando. Con seguridad, aprenderemos mucho.

miércoles, 9 de septiembre de 2020

Las alas transparentes del ayer de Luz María Arrieta García

Miércoles, ¿Qué color tendría la mañana de aquel profesor?, la palabra era suya, su presa, no existía nada más, su voz era el único eco en aquel auditorio y en aquellas mentes distraídas y frenéticas que intentaban con gran esfuerzo entender e ignorar los fuertes sonidos intestinales que cada vez ocupaban más espacio. 

Allí me encontraba yo, divagando los últimos minutos y esperando esa despedida inminente pero lejana a mi percepción; eran las 11:38 am, por fin el profesor inició su tan acostumbrado rito de despedida, cerrar su agenda, borrar el tablero y guardar sus marcadores para partir, así fue, todos se abalanzaron hacia la puerta. Luego de dos meses, los rostros de mis compañeros eran tan familiares como desconocidos. 

Me apresuré a calentar el almuerzo, la fila era larga, no bastaba con tener paciencia, tenía que apresurarme a encontrar un lugar, se llegó el momento y todo estaba ocupado, así que decidí ir a las banquitas, al frente de aquella estatua en la que me senté tantas veces y de la que no recuerdo su nombre, allí frente al ajedrez me hice a un lugar para disfrutar de la comida. 

Todas las sillas estaban ocupadas, una al frente de la otra, todos ignorando la existencia del otro. Mientras comía observaba un colibrí, concentrada y extasiada en aquel animalito me interrumpió un chico, y me dijo: - ¿Puedo sentarme?, - Claro, respondí inmediatamente. Pasaron algunos minutos, la intención era clara, ignorarnos, él comía un delicioso combinado de Parmenio, o bueno, al menos así se veía. Seguía con mis ojos aquel colibrí y decidí preguntarle, - ¿Alguna vez has visto las alas a un colibrí en vuelo?, aquel chico me sonrió y se dispuso a tratar de descubrirlas en aquel pajarito dispuesto frente a nuestros ojos. 

Nunca me respondió, solo seguimos conversando, él estudiaba arquitectura y yo zootecnia, él era blanco como la nieve y yo puedo decir combinaba con el color de la tierra. Nos despedimos, me dijo su nombre, Emilio y cada quién siguió su camino.

Algo pasó aquel día, algo cambió, como cuando el río alcanza el mar, los bordes de su propio cauce se separan tanto que ya no hay límites, así me sentí, al mezclar mis palabras con las suyas regresé a mí cauce y se me abrió un mar. Me asusté, no tenía su contacto, el azar lo trajo a mí y así en medio de azares podría no volverlo a ver. 

Al siguiente día, luego de clase volví a sentarme en el mismo lugar, en la misma banca, a la hora del almuerzo, con la esperanza de verlo de nuevo; lo vi llegar, esta vez sin preguntar, se sentó a mi lado y me sonrió. Durante varios meses nuestros mundos se encontraban al medio día para almorzar, sin premeditación, para leernos, para reírnos y para burlarnos del destino que sin forzarlo así nos juntó. 

Hoy, luego de siete años, luego de todos los besos y los planes, de todos los días y las noches que coincidimos y nos abrazamos, ya no lo veo y ya no me habita, no intentamos más, no vimos nunca las alas del colibrí.

jueves, 3 de septiembre de 2020

Eternidad de Pedro Luis Berrio Ramírez

Caminaba lento hacia mi destino, el rocío de la tarde lluviosa acariciaba mi cara, aceleraba el paso por el camino que conduce desde la entrada de Coca Cola hacia el Ágora para no mojarme; tenía que comer “alguna cosa” antes de llegar a la clase en el bloque 46. Me senté en una de las sillas del segundo piso para comer el palito de queso con café que previamente había comprado en la cafetería “más cara del mundo” según mi profesor de inglés.

Con la mirada perdida en el horizonte, metido en mis propios pensamientos y divagando sobre los compromisos académicos, mi vista se posó en una figura femenina que sobresalía en la distancia. Era ella,
después de 24 años, allí estaba; mucho mejor, sin duda, como los vinos que mejoran con los años, como los libros de primera edición que valen más en la medida que pasa el tiempo.

Se acercó a mi mesa; al igual que yo, ella tampoco lo podía creer. Allí estábamos 24 años después de nuestro primer encuentro. Nos reconocimos al instante, pero no como se reconocen las posesiones extraviadas, no, fue un reconocimiento pleno, de dos seres que se pertenecen en el espacio y en el tiempo, de esos que la vida separa por las circunstancias propias de cada uno, pero, que están destinados (¿o condenados?) a reencontrarse y estar juntos por el resto de sus vidas.

Lo entendimos al instante, no hubo necesidad de expresar con muchas palabras lo que sentimos, lo que ya sabíamos. Lo comprendimos, no había tiempo para desgastarnos intentando explicar lo inexplicable. El destino, esa abstracción caprichosa que se empeña en sorprendernos cada vez más a lo largo de nuestras vidas, lo había hecho de nuevo, había juntado dos almas que, quizás, nunca debieron separarse.

Desde entonces caminamos juntos, con la certeza de que estamos ligados, en la universidad, en la vida, en la eternidad.

De noche todos los gatos son pardos de Oscar David Rojas

Bajo un cielo en el que pocos muy pocos laboraban tenían que juntarse dos foráneos, ajenos a esa ciudad, o a esos tiempos o a ese bloque, pero propios a esos tiempos tal parece. Fue en una historia festiva que ocurrió junto a las estrellas de una noche pintada de Octubre. Noche que prometía trancones de retorno. Noche que de llevar en el campus avisaba un largo día dentro de él. En esta noche hubo solo un par de ojos qué contar, ojos conocidos, los de Él y los de Ella.

A él le temblaban las piernas, los ojos, el maletín. Sonreía descalzo de tanto querer estarlo, en la cama, descansado, pero andaba despacio pues sabía que extenso era el camino al reposo. El camino le llamaba vacilante. Habría sido preciso que cualquier cosa, otra cosa le sorprendiera… Y con ello pasó Ella.

Eran sus rostros ya similares de algún lado, pues era un chico pareja de Ella y el chico un amigo de Él. Se saludaron luego de juntarse. Se miraban con algo de angustia o algo de desgaste, pero se acompañaron sin expresar razones. Sobraban las historias de días festivos como ese, y eso se dispusieron a hacer, porque nada faltaba o nada más se quería, quizá, sin saber.

Se marchaban de las otras cosas caminando, sueltos por un puente aéreo de guaduales cortos y obscuros. Ya ni la luna podría contar entera la historia. Habló ella de lamentos que solo un arquitecto podría entender, y el habló de los problemas que su pulmón le dejó contar. Ambos hablaron de nunca, de tiempos pasados tal vez mejores, dándose esperanzas entre risas y penas. Era el tormenta y ella tormento.

Se hizo la luz junto al Bloque central y frente a una rampa se retaron trepar a momentos más elevados. Lo hizo él y la ayudó luego. Se recostaron junto a las tantas sombras de luz, mirando al cielo, acordando llegar a prosperidades, a planes de fe. Acuerdos de no rendirse, pues solo los árboles esperan y las mujeres como ella, sí que volaban. Se sintieron juntos, por sus brazos y manos ajuntados pero no tomados, y las noches siguientes o el concreto mismo quedaron en el anhelo de una conexión más pícara.

Sabía él que el chico a ella la quería, que después de esa noche debía curarse de ella. Sin embargo, sabía ella que injustos eran los motivos para al chico querer. La oportunidad de hablar sobre el futuro, no fue ese día, ni uno que viniera remotamente después. Fueron suerteros ellos y esa noche en particular. Nada después de eso se volvieron a decir. Luego a través de ellos, ajenos ojos no volvieron a mirar.

martes, 1 de septiembre de 2020

Maria Antonia de Cristian Camilo Hidalgo García

Fue lunes. Cómo olvidarlo, las 7 pm por el campus iluminado, estudiantes en cada rincón de la universidad, un tinto en el bloque 44 De Lolita (no la de Vladimir Nabokov) y yo acompañado de M. la morena que conocí de casualidad merodeando la biblioteca con la excusa más pendeja de todas ‘- estoy perdido, ¿me puedes indicar dónde queda el bloque 43? -Si quieres vamos, yo voy para allá’. Así empezó todo. Un lunes, 7 pm y unas cuantas preguntas sobre lo que hacía, en qué semestre y qué le gustaba de esa carrera, que si la ingeniería biológica es más enfocada a la manipulación de genes, que si yo podría aplicar la estadística en su área, que incluso le ayudaría con unas materias si tenía problemas. Yo no recuerdo la ropa que llevaba puesta, siempre soy descomplicado, pero ¡tan raro! Me acuerdo perfectamente de su legis negro y el camibuso azul oscuro con botas negras, no sé en qué momento metí que me gustaba escribir poemas y mucho menos cómo terminé leyéndole algo reciente, uno que yo consideraba bueno, sobre un perro de mi barrio que quise bastante, creo que le pregunté, algo indiscreto, por su acento, que si era de Medellín o venía de otro lado, no sé si de Nariño o Caquetá. Había unas banquitas cerca al bloque 46 (¡Ya me acordé, iba para la oficina de un profesor pero estaba cerrado -Un lunes a las 7 pm-!) y allí nos sentamos a conversar un rato. Tomamos tinto De Lolita y quedamos en seguir conversando. Bus de caldas, bajarse en Itagüí y tomar otro bus. Llegar a casa y buscar en redes su nombre (M). No fue difícil. ¡Qué lunes tan jodido! Fue un día largo, pero terminó bien. Conocí a M, en la noche recité varias veces el poema ‘Espantapájaros’ de Oliverio Girondo, pero en vez de Maria Luisa decía M. y me imaginaba recitándolo en la biblioteca o el TAL, mejor saliendo por la portería mientras cogía el bus. Nunca lo dije completo, tal vez por lo desmemoriado que soy y los problemas que eso me trajo durante los parciales. Cómo olvidarlo, fue un lunes, hace ya unos añitos, y no sé por qué la memoria es tan volátil, venirme a acordar de los legis negros y el camibuso azul oscuro con botas negras, justo en esta sala de espera, ansioso de que en cualquier momento abra las puertas una enfermera y diga mi nombre y traiga entre los brazos a Maria Antonia, nuestra hija.

¿Y por qué quieres ser Científica? de Paula Andrea Ruiz Ruiz

Oh! Aun siento un escalofrío cada vez que me acuerdo de la primera vez que llegue a la Universidad Nacional. Recuerdo que mis padres siempre me habían hablado de ella, de sus amplias zonas verdes y de ese hermoso camino de árboles por el que tenía que pasar desde la entrada de Coca Cola. Era la prueba de admisión para la que tanto me había preparado, estaba nerviosa pero emocionada porque sería la próxima ingeniera de la familia. Me había inscrito para Ingeniería Biológica, y aunque no sabía muy bien de que se trataba la carrera ya me imaginaba haciendo grandes aportes en el ámbito de la investigación.

Sentía mi corazón agitado, soñaba con el día en el que el correo me anunciara que había sido admitida, no dejaba de pensar en que sería parte de la mejor universidad del país. Además, los diferentes colegas con los que podría compartir, pertenecer al equipo de baloncesto, las relajantes clases de yoga y todo los conocimientos que los profesores me podrían enseñar.

Se llegó el día, por fin pertenecía a este hermoso claustro, donde para mi sorpresa encontré compañeros de todos los rincones del país que, como yo tenían la ilusión de ser ingenieros algún día. Siempre amé nuestras interminables conversaciones acerca de los temas que más nos interesaban, los almuerzos en bienestar porque sin importar que estuviéramos haciendo siempre llegábamos allí y claro!, No podemos dejar de lado las jornadas completas en la biblioteca en las que sabíamos que tarde o temprano el problema tendría solución.

Estos años en la UNAL me enseñaron como ser una gran investigadora, por que allí en sus corredores, bibliotecas y salones de clase fue donde esa curiosidad por ir más allá se forjo.