lunes, 28 de septiembre de 2020

Animalidad de Edison David Ramírez Serna

Jairo Macías era un profesor de Historia que se creía zoológico; o más precisamente, era un docente estrafalario que llevaba en las vértebras, en las palabras, en los gestos, en las manías: todos los animales de las selvas habidas y por haber. En los salones, en las bibliotecas, en los pasillos de las facultades; iba saltando, ladrando o cacareando estrepitosamente.

En los meses de octubre y noviembre cuando la lluvia caía desbordada, Jairo abandonaba de cuando en cuando su curso de Historia de las borracheras y se iba sigilosamente a sentarse en la parte posterior del bloque 43. Allí, con sus tangos de Gardel: hablaba con las cabras de la inutilidad de la existencia, de la primera boca que buscaba en otras bocas, del octavo día en que Dios creó las lágrimas para que nunca dejáramos de llorar.

Generalmente era en el Ágora, en las horas de almuerzo, cuando mi profesor de Historia sacaba a relucir toda su animalidad. Cuando ya no quedaban restos de sopa en su plato, simplemente se subía en la meza, y en cuclillas, repetía la frase típica y cincelada de todos los días, sin claro, eso sí, evitar ladrar un poco para que todos supieran que él era un perro filósofo: « ¡Guau! Hhhj ¡Guau! Estamos en Atenas, señoras y señores. Soy un perro griego: un canchoso que pide migajas de dicha entre las perreras de la vida».

Un día el ESMAD recibió la orden de entrar a la universidad para dispersar una manifestación: bolillazos aquí, bolillazos allá, huesos rotos en Artes, costillas fracturadas en Arquitectura y gases en la biblioteca fueron parte del paisaje en aquellas horas de reyerta. Jairo, que dictaba su curso de Historia Antigua subido en un pupitre, adaptando festivamente al buen Incitatus (el célebre cónsul del emperador Calígula); se inclinó al estilo de un buen mamífero, y gateando de un lado a otro, de extremo a extremo del núcleo El Volador, atropelló con su cuerpo de elefante a todos los miembros de la policía.

Cómo era de esperarse, Jairo Macías terminó dramatizando a un pequeño hámster en un calabozo de Bella Vista. Los guardianes del IMPEC cuentan que en las noches de luna llena, el profe, con la manía de un lobo siberiano, solía recitar poemas de Lautréamont mientras aullaba entre líneas.

En una navidad negra hubo un motín en el patio quinto de la cárcel. Después de la revuelta, los noticieros contabilizaron miles y miles de reclusos asesinados. Sin embargo, de nuestro profesor de Historia, de nuestro hombre zoológico, nunca se volvió a saber nada.

Hoy, después de veintisiete años de aquellos sucesos, las malas lenguas dicen en los corredores de la Facultad de Ciencias Humanas que Jairo Macías se convirtió en un gran Cóndor; que ahora, más feliz que de costumbre, le cuenta a las montañas de los Andes la historia de sus piedras, aguas y paisajes milenarios.


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