jueves, 24 de septiembre de 2020

Preludio de Juan David Rosas Cabrera

Aquella mañana era especialmente fría. Me dijeron que vaya por cuanto necesitara de mis pertenencias, que quizás ya no podría recuperarlas en un tiempo. Al entrar, tomé como siempre la acera opuesta para rebasar un par de personas. Buenos días. Tercer piso, al fondo y a la izquierda. Mientras tomaba mis cosas rápidamente, yacía en mí esa extraña conciencia del tiempo que hace que cada segundo dure dos. Calculé cada instante para salir del bloque y poner pie en aquel césped a la hora pactada.

Cuando la vi sentada bajo ese fastuoso y lúgubre guayacán rosado, pensé en lo hermoso de sus ojos que, por la circunstancia, eran ahora forzosamente protagónicos. Siempre he sentido que sus ojos tienen un poder especial para desdibujar las aflicciones, colorear la bruma y redefinir la belleza. Aún con mis brazos sedientos de tatuarle el alma, mantuve la compostura ante la fragancia floral que emanaba su figura y calmé mi pecho que quería elevarse hasta la copa de los árboles, recorrerla desde cada ángulo y dibujar en mi mente uno a uno esos indóciles cabellos que danzaban al compás de la brisa. Su cabello era una tempestad en la que quería sumir mi rostro mientras acercaba mi corazón al suyo. Nos paramos frente a frente zozobrando en nuestros ojos, pero solamente nos saludamos de forma frívola a la distancia.

Me acerqué y la besé, o eso creo. La sentí al menos, como cuando juntas tu mano con la de alguien más a través de un vidrio; sentía su calor, pero aquel par de murallas se alzaban cual fortín implacable. Tan siquiera respirarla a través de su aliento me era imposible y al querer palpar su mejilla, la desconexión de nuestra piel resultó aún más lóbrega que su misma ausencia. Sin embargo, aquella certeza que nuestros corazones remembraban, el sentirme suyo y ella mía, era algo que iba más allá del tacto. Entonces entendí que ese cortocircuito en mis días no era por besarla, sino por el júbilo de su mera existencia en mi vida. Ante mi propia incredulidad, ella me quitó el cubre bocas y yo, en el instinto mismo de vivirla, retiré el suyo como quien redescubre la felicidad. ¿Y qué cuando lo humano vence a lo mundano?

La vida después de esa sonrisa jamás volvió a ser la misma. Ese gesto fue la confirmación de que aquella incursión de mis labios, acotando el espacio de los suyos, fue el cenit del anhelo que nos turbaba cada vez que nos veíamos fijamente. Quedé sumergido en la conmoción que me causó aquel tacto caliente de mi nariz en su mejilla y el sentir que la acariciaba en los espacios que volvía mi alma tras recorrer su cuerpo y sucumbir a su aliento. El viento se congeló y uno tras otro, los rayos del sol orbitaron en bucle el semblante de su rostro. La tomé de la mano y caminamos en silencio mientras escuchábamos aquellas aves cantoras que anidaron el añoso edificio que vio nacer cada ladrillo del nuevo campus.

Cada paso que dimos desde entonces puso una flor en el desnudo guayacán. Hoy salí al balcón y vi todo el valle cubierto de pétalos rosados.

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